raymundo riva palacio

Por años, quienes enfrentaban a Andrés Manuel López Obrador buscaron encontrarle la cuadratura al círculo y descubrir el antídoto para su narrativa. Se fueron de “es un peligro para México” hasta criticarlo por ponerle eses a palabras que no las llevaban, o quitarles consonantes a los nombres como cuando hablaba de su amigo “Trum”. Una vez en la Presidencia, con lo que se toparon es que no importaba lo que le dijeran, su popularidad se mantenía estable con un nivel de acuerdo nacional promedio de seis de cada 10 mexicanos, extraordinario para más de cuatro años y medio de desgaste en el poder.

Hubo quienes, como Alejandro Moreno, dijeron que cuando se convirtiera en líder nacional del PRI, realizaría una contramañanera, pero abortó antes de empezar. Para tener la lengua larga se necesitaba una cola corta, o como en el caso de López Obrador, haber construido una imagen de incorruptible y honesto durante lustros, para que cuando exhibieran a su entorno en cochupos e ilegalidades, su palabra fuera suficiente para anular las percepciones negativas. Criticarlo por su forma de hablar era una tontería. ¿Cómo iban a mermar su imagen cuando hay tantos millones de mexicanos que hablan como él?

La conclusión parecía el destino manifiesto mexicano: para neutralizar al Peje, se necesitaba un anti-Peje. No había nadie en el paisaje porque nadie lo había descubierto, hasta que hace poco más de dos semanas, de manera inopinada y evidentemente sin calcularlo, López Obrador tuvo una epifanía. Montado en su macho mañanero, le cerró la puerta de Palacio Nacional a Xóchitl Gálvez, la senadora panista que obtuvo un amparo judicial para exigir el derecho de réplica en el mismo lugar y foro donde el Presidente la había difamado.

 

De un día para otro la convirtió en la rockstar de la política electoral del momento. Cuánto durará en la cima de la popularidad de quienes están en desacuerdo con López Obrador nadie sabe, pero si mantiene su misma línea de ataque contra ella, está garantizado que irá creciendo en la medida del hostigamiento político. Claro, para bailar tango se necesitan dos. Entonces, si ante el castigo Gálvez se crece, habrá nacido la anti-Peje que tantos soñaban y que nadie imaginaba que estaba enfrente de todos, en espera que la descubrieran.

Así sucede con los liderazgos; surgen en un momento determinado por las circunstancias. Lech Walesa, un técnico eléctrico, se convirtió en un ícono de la resistencia polaca cuando su destino parecía mucho más corto, hasta que en una huelga en el astillero de Gdansk, trepó por el muro para dirigirse a los sindicalistas y conectó con la gente, convirtiéndose en líder instantáneo. Igual sucedió con Edén Pastora, el Comandante Cero, que entró de emergencia como el jefe militar del asalto sandinista a la Asamblea en Managua, y aunque la negociación política la llevaba una comandante, su personalidad cautivó en un pestañear al mundo y se convirtió en la cara de la revolución.

Aquellos episodios pueden ser vistos por la línea de tiempo que nos permite analizar el momento, lo que no sucede con Gálvez. Pero a la vez, tiene lo que no tenían aquellos: López Obrador la identificó como su enemiga y planteó los términos en los que quiere enfrentarla. Sin embargo, el Presidente ha sido tan hostil y retóricamente violento contra ella, como también lo han sido sus asesores políticos e ideológicos que se expresan en medios de comunicación, que logró en estas dos semanas de escaramuzas borrar a sus corcholatas del paisaje, forcejando a diario con Gálvez, que le salió respondona. La senadora recuerda a López Obrador cuando encabezaba la izquierda social, que ante los ataques sistemáticos respondía rápidamente y ganaba puntos políticos todos los días.

Gálvez es una anti-Peje. A diferencia de él, sí nació en cuna humilde y tuvo que trabajar desde niña para poder comer, sin que nadie ayudara a su familia, como hicieron el empresario Diego Rosique y el gobernador de Tabasco Manuel Mora, con su madre Manuelita y los niños López Obrador. Gálvez no tuvo padrino, mientras López Obrador sí, Payambé López Falconi, padre de Adán Augusto López, quien lo introdujo en la política. A López Obrador lo arroparon políticos del PRI para crecer; a Gálvez la metió en la política un head-hunter que la recomendó al presidente Vicente Fox. Hasta en los símbolos lo desafía: frente al Tsuru que usó López Obrador, Gálvez se va a sus citas –donde la espera la prensa– en bicicleta.

La puerta para luchar por la candidatura presidencial se la abrió López Obrador, que forzó la cerradura que estaba protegiendo al candidato del statu quo, Santiago Creel, y diariamente se encarga de darle una tuerca más al cerrojo para que no salga. Paradójicamente, Creel sería el candidato ideal para Morena, por su perfil, por su pasado, por su falta de arrojo y lentitud de reflejos. Del resto de potenciales rivales para quien abandere a Morena y luche contra él en la campaña presidencial, López Obrador ni se ocupa.

Gálvez llena su imaginario, y ha desarrollado una estrategia para descarrilarla que no es burda como lo que intentó Fox, y se asemeja a la que utilizó George Bush en 2004 cuando compitió contra el demócrata John Kerry, diseñada para despojarlo de la imagen positiva que había adquirido durante las primarias. Bush lo pintó como indeciso y falto de convicción; López Obrador quiere marcar a Gálvez como producto de un dedazo. A Bush le urgía anular a Kerry antes de que los electores empezaran a interesarse en la campaña presidencial; lo mismo está haciendo López Obrador.

 

Bush tuvo éxito y ganó la Casa Blanca. Todavía no se puede saber si López Obrador logrará anular a Gálvez. La gran diferencia, sin embargo, es que Bush era el que competía por la Presidencia, y López Obrador no puede reelegirse, pero que al intentar minar a la senadora, golpea a sus corcholatas. La paradoja, al menos por ahora, es que la opositora puede crecer y los morenistas desplomarse.

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