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Recientemente, un hecho violento ha sacudido la opinión pública: el asesinato de Alejandro P., un periodista con una trayectoria destacada en los medios de comunicación y que incluso colaboró con una diputada. Según rumores, la víctima fue ultimada en una azotea mientras, presuntamente, huía de un supuesto «picadero». Sin embargo, lo que las autoridades, especialmente la policía municipal, han omitido es la identidad y el trasfondo de Alejandro, un hombre que siempre buscó superarse y mejorar su entorno. Este silencio oficial resulta alarmante, pues no se ha aclarado por qué un reportero terminó en esa situación, ni mucho menos cómo fue que un disparo, proveniente de un arma típicamente ligada a actividades delictivas, puso fin a su vida. La falta de transparencia alimenta las sospechas sobre lo que realmente ocurrió.
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La narrativa oficial guarda un mutismo que genera más preguntas que respuestas. ¿Qué hacía Alejandro huyendo de ese lugar? ¿Por qué las autoridades no han reconocido su labor periodística ni han ofrecido detalles sobre las circunstancias de su muerte? El uso de un arma asociada al crimen organizado en este caso añade un matiz aún más perturbador. Mientras la policía municipal evade pronunciarse, la ciudadanía se queda con la incertidumbre y la percepción de que algo se oculta. Este caso no solo enluta a quienes conocieron a Alejandro, sino que pone en entredicho la claridad con la que las instituciones manejan hechos de esta gravedad, dejando un eco de desconfianza que resuena en cada rincón de la comunidad.
La Dirección de Seguridad Pública Municipal enfrenta un nuevo desafío tras confirmarse un ciberataque al área administrativa de su sistema de información. La corporación reaccionó con rapidez, aplicando protocolos de ciberseguridad para contener la brecha y aislar las secciones comprometidas, mientras se recurre a sistemas de respaldo para mantener la operatividad. Sin embargo, dentro de la propia institución, voces críticas cuestionan la transparencia de los datos manejados, especialmente en torno al llamado «muertómetro». Según fuentes internas, los números oficiales reportados se asemejan sospechosamente a los del conteo público, pero no reflejan la totalidad de los casos. ¿Dónde están los demás fallecidos? La duda persiste, alimentada por la percepción de que carpetas de investigación relevantes y datos sobre personas asesinadas podrían estar en riesgo, algo que la corporación niega rotundamente, asegurando que no se borrarán registros cruciales.
Para reforzar la seguridad, se ha contratado a consultores externos especializados que evalúan el alcance del daño y garantizan la protección de los sistemas restantes. La corporación insiste en que la Plataforma Escudo Chihuahua opera sin contratiempos y que los expedientes de seguridad están intactos, manteniendo la normalidad en sus funciones. No obstante, el cuerpo de analistas trabaja a contrarreloj para determinar qué información pudo haberse visto comprometida. Mientras tanto, las preguntas sobre la veracidad y completitud de los datos oficiales siguen resonando, poniendo en tela de juicio si el sistema realmente refleja la magnitud de la violencia o si, como algunos sugieren, los «muertitos» que aparecen a diario quedan fuera del radar oficial.
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