Un “cierre de gobierno” (shutdown) en Estados Unidos, como el que inició ayer, no es algo así como: apaga la luz y vámonos pero sí una administración que opera a medio vapor.
La regla es simple: lo esencial sigue; lo no esencial se suspende o se ralentiza.
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Para México, la clave no es solo si hay cierre, sino cuánto dura. Si el episodio se resuelve en menos de cuatro semanas, los trastornos serían acotados y manejables; si se extiende más allá del mes, los costos comienzan a volverse visibles en múltiples frentes.
Revisemos algunos.
Primero, migración y visas. La mayor parte de los trámites que dependen de las cuotas que pagan los usuarios pueden continuar, aunque con ritmos más lentos y menos ventanillas.
En cambio, procesos que requieren la operación normal de agencias financiadas a través del presupuesto —por ejemplo, certificaciones laborales del Departamento del Trabajo— tienden a frenarse.
Traducido de manera simple significa que solicitudes que avanzan en papel podrían atorarse en un paso intermedio, o bien alargar sus tiempos sin que nadie lo anuncie formalmente. En menos de cuatro semanas, ese rezago se absorbe; después del mes, se convierte en cola estructural.
Segundo, aduanas. La CBP (Oficina de Aduanas y Protección Fonteriza) es servicio esencial y los puertos de entrada siguen abiertos. Pero “abierto” no significa “normal”: semanas de personal trabajando sin paga o con turnos recortados implican más espera y más variabilidad en los cruces.
En la frontera norte, donde la logística debe operar como reloj, la imprecisión cuesta. En un cierre breve, las empresas reacomodan horarios, mueven citas y sortean el bache. Con más de un mes, la fricción pega en autopartes, agro, dispositivos electrónicos y en todo lo que depende del “just-in-time”, generando costos financieros por inventarios y penalizaciones por incumplimiento.
Tercero, viajes y carga aérea. La TSA (Administración de Seguridad del Transporte) y controladores aéreos operan, pero el cansancio por trabajar sin sueldo y la reducción del personal de soporte se traducen en filas largas, demoras intermitentes y certificaciones postergadas. En un episodio corto, el impacto es más bien anecdótico. Prolongado, se vuelve pauta: itinerarios menos confiables, conexiones fallidas y presiones sobre tarifas.
Cuarto, el sistema E-Verify, para verificar la empleabilidad legal de una persona, puede suspenderse y complicar contrataciones; auditorías, inspecciones y certificaciones no críticas pierden prioridad; licencias y permisos pasan a “cuando haya presupuesto”.
Para empresas mexicanas con operaciones o personal en Estados Unidos, eso puede significar cronogramas rebasados y abogados ocupados en reprogramar trámites.
La experiencia del cierre de 2018-2019 enseña dos cosas. Uno, el costo político y económico crece más con el tiempo: la semana cuatro no pesa igual que la semana uno. Dos, el final llegó con un arreglo temporal que reabrió el gobierno y dejó para después la disputa de fondo.
Esa dinámica podría repetirse: si el cálculo político cambia por el deterioro en aeropuertos y frontera, la puerta a una resolución rápida se abre de golpe.
Si, en cambio, el cierre se usa como palanca para recortes de personal o reconfiguraciones administrativas, como pretende Trump, la reapertura puede venir con menos ventanillas y, por tanto, con más lentitud estructural.
Con ese telón, hay dos escenarios para valorar.
Si el cierre se resuelve en pocas semanas, los trastornos serán relativamente menores. Las citas consulares se mueven pero no se evaporan; los cruces siguen con más paciencia que drama; los aeropuertos se vuelven irritantes, no ingobernables. Exportadores e importadores pueden adelantar despachos, mover cargas a horas de menor tránsito y reforzar la documentación para evitar revisiones extra.
Si el cierre se alarga, los problemas se notan porque crecen.
Suben los tiempos en las garitas; aumentan las reprogramaciones de entrevistas y certificaciones; la planeación de personal se vuelve muy complicada; cadenas como la automotriz o la de alimentos perecederos sienten el golpe en producción y mermas.
Si además la salida incluye achicamiento de plantillas, la “normalidad” posterior llegaría con capacidad reducida: más colas, menos citas disponibles y una burocracia que tarda meses en recuperar su ritmo.
Así que esperemos que el Congreso de Estados Unidos resuelva pronto el acertijo.
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