Toda crisis política es atendida por expertos y especialistas que valoran los daños y consecuencias de cada acción. ¿Qué le resulta más costoso políticamente al líder, al partido, a la credibilidad de un movimiento, a las prospectivas electorales, frente a un escándalo? De eso se trata en términos de cálculo político, de sopesar los daños mayores o menores de un curso de acción u otro.
La presidenta Claudia Sheinbaum enfrenta una encrucijada. Lamentablemente para ella y su movimiento, a medida que avanza el tiempo y se percibe inacción total o, peor aún, complicidad encubridora e impunidad descarada, las consecuencias serán mayores.
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Por un lado está la percepción pública, aquella que mide, valora y califica al gobernante. Por otro, está la efectividad de sus medidas y decisiones. Estas dos variables a veces están íntimamente relacionadas, son causa-efecto, pero muchas otras veces, corren por carriles independientes.
El gobierno de López Obrador fue repetida y continuamente reprobado por la ciudadanía: en salud, en educación, en combate a la corrupción, de forma crítica en materia de seguridad. No hizo nada en seis años y entregó el país a la más sangrienta pasividad por negarse a combatir la criminalidad creciente y dominante.
La ciudadanía que medía mes a mes a su gobierno estableció una disociación entre el presidente y la incapacidad de sus colaboradores. López Obrador obtuvo promedios muy favorables de respaldo popular a lo largo de 6 años, mientras que su gabinete fue reiteradamente rechazado y calificado como inepto en múltiples áreas.
Esa disociación ha empezado a manifestarse en el caso de Claudia Sheinbaum. Ella permanece con niveles de aprobación altos a 1 año de su gobierno (73% de respaldo popular según la encuesta de El Financiero – septiembre 2025), mientras que la evaluación de su lucha contra la corrupción está ampliamente condenada.
Los escándalos de Gerardo Fernández Noroña, Andy López Beltrán, Hernán Bermúdez Requena y ahora, de forma crítica, Adán Augusto López y sus turbios manejos e ingresos de empresas factureras señaladas por el SAT, son un torpedo al corazón de Morena.
El discurso de la limpieza y la honestidad, de la pulcritud en el manejo de recursos públicos y, más aún, en la probidad de los funcionarios morenistas, se derrumba cual castillo de naipes.
Aquella vieja cantaleta del “nosotros no somos iguales”, con la que Andrés Manuel pretendía marcar una distancia y diferencia entre su ejercicio de la función pública en contraste con los “corruptos gobiernos neoliberales del PAN y del PRI”, es al día de hoy una cínica cortina de humo frente a los negocios rentables y abundantes de, por lo menos, varios de sus colaboradores y hasta parientes.
Hoy Claudia, a quien le quedan 5 años de gobierno y muchas elecciones locales, estatales y federales que competir y ambiciosamente ganar, se enfrenta al profundo dilema. Debe sopesar en términos políticos los daños de la catarata de escándalos de corrupción en el círculo morenista, o permitir la implementación de una limpieza interna con la inevitable fractura de algunos.
El dilema es elegir entre la limpieza y pureza del movimiento o la unidad y obediencia al patriarca fundador, quien protege a tantos malosos.
Para él, para Andrés, aceptar la limpieza implica reconocer la existencia auténtica, sustentada en hechos, de negocios, contratos, desvíos y corruptelas de las que tanto acusó a sus antecesores, y de las que él se proclamó siempre “ave de un plumaje que no se mancha”.
Es decir, reconocer ante el “pueblo amado, porque amor con amor se paga”, que mintió, que falló, que sus colaboradores, seguidores, partidarios no resultaron tan honestos como él prometió. Pero más aún, significa reconocer frente a la Historia —sí, con mayúscula— que su gobierno resultó tan ladrón, tramposo y aprovechado del poder como muchos de los anteriores.
Significa cambiar el sitio que se ha construido en la Historia de México como el fundador de una nueva patria. En su lugar, sería visto como el penoso líder de un gobierno de izquierda fallido, con retórica populista barata, que dilapidó los recursos nacionales en obras de relumbrón inútil y permitió la formación de nuevos ricos y fortunas mal habidas al no perseguir a un solo corrupto.
No tenemos duda, ¿no cree usted? ¿Qué va a preferir el ilustre personaje? Evidentemente, defender el sitio consagrado a los padres fundadores de la patria moderna.
Jamás, aunque tenga que mentir —que no le cuesta trabajo—, aceptará que ninguno de los suyos, aunque encuentren las tierras abundantes de Adán Augusto en Chiapas, o las fortunas rebosantes de este y otros funcionarios bajo su gobierno, tolerará que ninguno sea investigado, señalado o separado de su cargo.
Así que solo le queda a Claudia lo que ha hecho consistentemente durante las últimas dos semanas: una continua perorata en defensa e interminable apología de su mentor y de su gobierno. El control de daños no está hecho y las consecuencias no tardarán en manifestarse.
Aparecen ya corrientes morenistas que impulsan la limpieza interna al grito de ¡Fuera los ladrones y corruptos! Traidores al movimiento.
Además del inevitable daño a la imagen, credibilidad y popularidad de la presidenta.
¿Ganará la “realpolitik” y el pragmatismo del sacrificio en aras de la continuidad? ¿O prolongarán el daño bajo la promesa del caudillo de anunciar más programas y dádivas para distraer?
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