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Ocasionalmente recibo reclamos porque, me dicen, esta columna ha afirmado, durante más de seis años, que la economía mexicana está en un franco deterioro. Al mismo tiempo, tanto la popularidad presidencial como la confianza del consumidor se encuentran en niveles récord. Quienes reclaman consideran que esos dos datos son incompatibles, y por lo tanto mis críticas a la economía deben ser infundadas, equivocadas.
Se trata de las ranas en el agua, que no perciben peligro alguno conforme se calienta, hasta que mueren hervidas. El deterioro ha sido considerable, pero ha ocurrido a un ritmo tan suave que no es percibido por muchos. El intercambio que les ha ofrecido el gobierno, eliminando derechos a cambio de dinero en efectivo, ayuda a oscurecer el proceso.
En los últimos seis años hemos sufrido una de las caídas más grandes en el nivel de vida, comparable a las ocurridas en las grandes recesiones de 2001-2003 y 2009. Pero en esas ocasiones la caída fue mucho más rápida. En la primera, tardamos tres años, y se compensó con un gran incremento en salarios reales, producto de los esfuerzos de afiliación del IMSS. En la segunda, la caída fue mucho más rápida; ocurrió en sólo un año, y los esfuerzos de compensación fueron menores. Ahora, ha ocurrido en más de seis años con el intercambio que comentaba.
Si comparamos el comportamiento de nuestra economía con la estadounidense, que ha sido el motor económico de México por varias décadas, las cosas se ven distintas. Puesto que las dos recesiones mencionadas provinieron de allá, y no fueron errores nuestros, durante el sexenio de Vicente Fox perdimos cerca de 5% (tanto por la recesión como por el ingreso de China a la OMC), pero recuperamos la mitad de eso durante el sexenio de Calderón. En promedio, desde 1995 hasta 2018, las economías de los dos países crecieron al mismo ritmo.
La cancelación del aeropuerto cambió la relación. A partir de ese momento, inicia una caída casi continua que nos colocó, en diciembre pasado, 10% por debajo del nivel que teníamos, y que deberíamos seguir teniendo. Dicho de otra forma, los mexicanos perdieron 10% de su riqueza durante el sexenio pasado y el inicio de este. Y se sienten felices de vivir en un agua más calientita.
Gracias a que muchos tienen más dinero en las manos, el consumo ha crecido un poco. Sin embargo, casi todo ese crecimiento ocurre con bienes importados, mientras que el consumo de bienes nacionales es 25% inferior a lo que ocurría antes de 2018, y el de servicios es apenas la mitad.
En inversión, la comparación del flujo mensual o anual puede hacer pensar que vamos avanzando, pero se olvida el inmenso boquete que provocó el confinamiento. Cuando uno considera esa caída, que se ha ido tratando de compensar en años recientes, resulta que estamos 25% por debajo del nivel que teníamos en 2018. Y no estoy considerando el grave desfalco que significaron las obras magnas del anterior gobierno, con costos muy elevados y sin retorno de la inversión. Peor, con pérdidas de operación.
No es que esta columna sea catastrofista, o que sólo se refleje aquí la parte negativa. Es que tomar la temperatura del agua, es decir, revisar con cuidado la información, no permite conclusiones diferentes. Si el año pasado, con un déficit fiscal de 2.6 billones de pesos (eso creció el saldo histórico de requerimientos financieros, equivalente a 7.5% del PIB), la economía a duras penas creció 1%, la inversión sólo creció en adquisición de vehículos y el consumo cerró el año también en 1%, no creo que haya duda alguna.