raymundo riva palacio

A un año de la elección presidencial, Andrés Manuel López Obrador está políticamente derrotado. Nunca lo dirá, y quizá ni siquiera lo procese de esa forma, pero lo está. Sus mañaneras se han convertido en un electrocardiograma de sus frustraciones e impotencia, que busca compensar u ocultar con ataques a sus antecesores, pero cada vez con menos fuerza, porque la credibilidad de su labia se está debilitando. Después de todo ¿cómo puede seguir viendo el retrovisor cuando lleva poco más de cuatro años y medio de gobierno? Las mentiras del presidente López Obrador las siguen reproduciendo sus altoparlantes, pero los datos y su contexto cuentan otra historia, la que ajustará cuentas con él cuando deje el poder. Por ejemplo, en materia de seguridad.

López Obrador ya no aguantó la presión de los medios que han registrado la debacle de su estrategia de seguridad, y reconoció que, en lo que va del sexenio, el número de homicidios dolosos superó al total que tuvieron los gobiernos de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto en seis años, pero dijo, a manera de justificación, que era resultado de una “mala herencia”. Tiene razón, pero lavarse las manos de esta manera es una irresponsabilidad. La herencia del gobierno de Peña Nieto fue trágica, con un número de crímenes al alza, derivado de una política que copió López Obrador, no enfrentar a los cárteles de las drogas porque, argumentaban ambos, la violencia generaba más violencia.

Peña Nieto le hizo caso al análisis desinformado e inepto de asesores externos, que argumentaban que si se dejaba de combatir a los criminales se reduciría la violencia que, alegaban, la había disparado Calderón a través de su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. Le faltó un buen diagnóstico a Peña Nieto, pero fue más grave la ceguera de López Obrador, que no vio lo que hizo su antecesor y que, de manera superficial y absolutamente banal, a través de su primer secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, afirmó que pararía la ola de violencia en seis meses, y que a partir de 2019 habría un punto de inflexión.

Ese punto nunca llegó. López Obrador, para seguir actuando como avestruz, dijo que la escalada de asesinatos venía del pasado. Para apoyar su dicho dio a conocer una gráfica “Comparativa de Homicidios 1990-2023″, que si se lee con contexto, explica muy bien la espiral de violencia, que comenzó en diciembre de 2006, con la llegada de Calderón a la Presidencia, quien, a diferencia del gobierno de Vicente Fox, por petición del entonces gobernador de Michoacán, el perredista y hoy morenista Lázaro Cárdenas, se inició la guerra contra el narcotráfico.

Hasta ese entonces, sucesivos gobiernos mexicanos habían administrado el narcotráfico golpeando uno o dos cárteles por sexenio, a cambio de que no llenaran las calles de sangre. Esa racional se comenzó a romper en 1996, cuando los cárteles colombianos comenzaron a pagar el trasiego de cocaína a Estados Unidos en especie, por lo que se crearon mercados internos para su consumo, mientras el entonces jefe del Cártel de Juárez, Amado Carrillo, el narcotraficante más poderoso de su época, fundó el sistema de plazas y cuotas criminales para el tránsito de drogas.

Al morir el llamado Señor de los Cielos, en 1997, surgieron liderazgos criminales fuertes que comenzaron a pelear entre ellos, y su calidad de fuego se incrementó significativamente a partir de 1994, cuando expiró la prohibición de la venta de armas de asalto sin que el presidente George W. Bush la renovara. El control de territorios y dominio de plazas convirtió a Michoacán y Guerrero en las principales zonas de guerra del narcotráfico, lo que provocó la preocupación de Estados Unidos, y un encuentro del jefe de la DEA con el presidente electo Calderón, García Luna y Eduardo Medina Mora, que iba a ser procurador general en ese gobierno, y quien organizó la reunión en Cuernavaca, donde le expuso el diagnóstico que tenía Washington.

La estrategia desarrollada por García Luna fue el combate a todos los cárteles por igual, que había probado éxito en Colombia y en Estados Unidos, cuya mecánica asemejaba a una carrera contra la delincuencia organizada, y qué tan rápido podían descabezarlos y desmantelar su operación, vis-a-vis la velocidad con la que podían reclutar nuevos cuadros. La estrategia tuvo una externalidad por la ambición de gobiernos municipales que, en lugar de fortalecer a sus policías para combatir a las pandillas que surgían de la atomización de las organizaciones criminales, usaron los recursos para obra pública. Sin embargo, hay un verdadero punto de inflexión.

En la gráfica que mostró López Obrador ese punto está en mayo de 2011, el mes cuando el gobierno de Calderón invirtió la tendencia de los homicidios dolosos. La inercia de esa caída ayudó al gobierno de Peña Nieto, pese a que dejó de combatirlos y favoreció la creación de grupos paramilitares en Michoacán, los autodefensas, algunos de los cuales estaban manipulados por el Cártel de Sinaloa para liquidar a La Familia Michoacana. La gráfica muestra el éxito de la estrategia de Calderón, dilapidada por Peña Nieto por su política de abrazos no balazos, que cuando se emparejó con la entrada en vigor del nuevo sistema penal acusatorio, en 2016, empezó a escalar la violencia de manera incontrolable.

Peña Nieto corrigió su estrategia, pero ya era demasiado tarde. La herencia maldita que recibió del gobierno de Peña Nieto fue un total de 36 mil 685 homicidios dolosos. Sin embargo, todo empeoró. El peor año en homicidios dolosos es 2020, al sumar 36 mil 685, aun cuando se ha comprobado que hay una manipulación de datos, al haber reclasificado homicidios dolosos para evitar, precisamente, que las cifras muestren la realidad del fenómeno, más grave de lo que se reconoce.

López Obrador politizó la seguridad para golpear a sus antecesores, y la realidad lo ha derrotado. Las mentiras y la tergiversación de la realidad van a terminar revirtiéndosele. Su manejo ha sido pésimo frente a Calderón, y ante el más malo de todos, resultó peor.

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