Creer, me dijo un día un viejo amigo en el ex convento de El Carmen, en Orizaba, es arrojarse al vacío y confiar en que Dios te atrapará antes de estrellarte. “Eso es suicidio”, le contesté, mientras lo animaba a escaparnos a comprar unas tortas “Pavitos” en Colón Oriente 27 frente al parque Castillo. Éramos jóvenes, con hambre histórica y los chayotes con soya de la comida de ese día no habían sido suficientes. “¡Vamos!”, le insistí, saboreando las entrañas con papas fritas de esa torta que se servía ahí desde 1938.
“No seas hereje”, me contestó. “No lo soy”, reviré. Si acepto que Dios existe entonces debo reconocer que él me creó y si él me creó, él me dio la inteligencia y si esta inteligencia me hace cuestionar este “tirarme al vacío”, entonces no veo ninguna contradicción. “Ya, ya, ya, no me enredes ni te enredes más”. Es verdad, insistí, pero arremetí: nos han dicho que la fe es ciega, porque debemos creer en algo que no se ve, pero ¿debemos creer ciegamente? Con eso no estoy de acuerdo, porque la historia nos ha demostrado que la fe ciega ha llevado a los seres humanos a cometer crímenes atroces, en todas las religiones del mundo.
O ¿qué piensas —insistí— de un hombre o una mujer que se amarran unas cuantas bombas al cuerpo y después de rezar se mete entre la multitud para activarlas y regar su carne junto a la de cientos de hombres, mujeres y niños muertos? “¡Eso es fanatismo!”, me dijo. Para ellos, insistí, es “sometimiento”, obediencia ciega y “el que se somete” está cumpliendo un mandato, una instrucción para complacer al ser divino. “No creo en eso”, me señaló contundente. Pues yo tampoco, le dije, pero existe, es real y tan contemporáneo como los influencers, refrendé.
Ese día, el padre Manuel Vázquez Montero nos había hablado de las cinco vías de Santo Tomás de Aquino para conocer a Dios, como parte de una justificación racional de la fe. Basándose en el pensamiento de Aristóteles —a quien según algunos autores como Etienne Gilson consideraron que lo superó—, De Aquino planteó las vías del movimiento, de la causa eficiente, de la contingencia y la necesidad, de los grados de perfección y de la finalidad. El clérigo y filósofo medieval, como muchos otros, intentaron una justificación racional de la fe.
¿Cómo unir lo racional con lo irracional?, le pregunté a mi buen amigo mientras cruzábamos el Parque López, para subir por Oriente 2 y Sur 3 al Parque Castillo. Yo, que guardaba a escondidas libros y escritos de Bertrand Russell, le recordé la vieja alegoría de “tetera espacial” del filósofo inglés. “En el espacio hay una tetera que gira alrededor del sol”. Nadie tiene manera de demostrarlo, pero creen en lo que se dice y sobre esa “creencia” escriben libros y libros y libros, para demostrar que ahí está, gravitando en el espacio.
“Si en libros antiguos se afirmara la existencia de la tetera, se enseñara como la verdad sagrada cada domingo y se inculcara en las mentes de los niños en las escuelas, dudar de su existencia sería visto como una excentricidad y el escéptico merecería la atención de un psiquiatra…o un inquisidor…”, dejó escrito Russell.
“Ya, ya, calla”, me insistió mi buen amigo. “Mejor cómete la torta de la que tanto hablabas”. Sonreí y seguí sacudiendo el salero en los chiles con cebolla en vinagre que acompañan esta delicia culinaria histórica de la pluviosilla.