raymundo riva palacio

A nueve años de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en Iguala, están en la cárcel el exprocurador general Jesús Murillo Karam, el general José Rodríguez, que era el comandante del 27º Batallón de Infantería en esa ciudad, y otros cinco militares de menor rango; Tomás Zerón, el jefe investigador del caso, se encuentra prófugo y hay órdenes de aprehensión contra otros 20 militares en activo y en retiro. En cambio, decenas de miembros de la organización criminal Guerreros Unidos, los autores materiales de la desaparición, están libres.

Los criminales se han vuelto aliados del ala civil del gobierno federal. Gildardo López Astudillo, el Gil, jefe de los sicarios de la banda Guerreros Unidos en Iguala, y a quien el subprocurador de Derechos Humanos llamó como uno de los “principales perpetradores” de la desaparición de los normalistas –la PGR de Peña Nieto lo identificó como quien dio la orden para incinerarlos–, es ahora el testigo estrella del gobierno para acusar a generales y soldados del crimen. Otras dos decenas de Guerreros Unidos son testigos colaboradores, como Patricio Reyes Landa, el Pato, y Agustín García Reyes, el Chereje, quienes participaron en la detención y desaparición de los normalistas.

Es el mundo al revés, aunque, dependiendo de qué lado se mire, sacará sus conclusiones. Las versiones de los gobiernos de Enrique Peña Nieto y de Andrés Manuel López Obrador son antagónicas y excluyentes.

En el sexenio pasado se persiguió a los criminales y los metieron a la cárcel, aunque salieron todos porque un juez en Tamaulipas determinó que habían sido torturados. El exfiscal Omar Gómez Trejo no hizo nada por evitarlo, lo que de alguna forma se entiende. Antes de ser nombrado fiscal fue secretario técnico del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que siempre quiso culpar al gobierno y, particularmente, al Ejército del crimen, y al no presentar pruebas supervenientes para mantenerlos en la cárcel –respaldado por Encinas–, los volvió testigos colaboradores para acomodar las versiones a sus imputaciones contra el Ejército –el Gil declaró al menos seis veces para esos fines–, que es lo que deseaba el GIEI.

A nueve años estamos peor que como terminó el gobierno de Peña Nieto. En ese momento había criminales que estaban siendo procesados por sus delitos, y funcionarios que habían abusado de sus funciones y violentado el Estado de derecho. Hoy son los acusadores de ayer los acusados hoy, por los criminales, por Encinas y por Gómez Trejo, pero se desdibujaron los dos bandos claros de buenos y malos como hubo hasta 2018, y se convirtió el caso en una mescolanza en la que está atrapado el gobierno de López Obrador.

Quienes han cargado con todo este tiempo son los familiares de los normalistas desaparecidos, acompañados por sus abogados. Siempre estuvieron insatisfechos y molestos con los resultados del gobierno peñista, y siguen ahora en la misma situación con el lopezobradorista. Reconocen las detenciones de exfuncionarios y militares, pero, como lo dijeron en una reunión con el Presidente el miércoles pasado, les siguen ocultando información y, apoyándose en el GIEI, la Secretaría de la Defensa ha escondido documentos. López Obrador dice que no hay más, y la Defensa afirma que el registro incompleto que pidieron ese día, repitiendo un alegato del GIEI, no era un reporte oficial, sino externo.

En la Fiscalía General y en la Secretaría de Gobernación están convencidos de que quien sí extrajo documentos y los desapareció –sin precisar cuáles– fue Gómez Trejo, quien en una reciente entrevista con The New York Times dijo que tuvo que huir a Estados Unidos por temor a las repercusiones que su postura sobre el caso pudiera tener.

El alegato de Gómez Trejo, e indirectamente de Encinas, contra los militares, fue reforzado por la publicación en el Times a principios de septiembre de un extracto de alrededor de 23 mil mensajes que entregó la DEA al gobierno, donde concluye que todas las ramas de gobierno en esa zona llevaban meses trabajando para Guerreros Unidos, lo que puso la maquinaria del estado en manos de ese cártel.

Esas comunicaciones no figuran en el primer lote que revisó la reportera Idalia Gómez Gómez, tras obtener un paquete de mensajes de texto interceptados por la DEA, que desde 2014 veía las conversaciones en los BlackBerry de al menos 11 líderes de Guerreros Unidos, y que fueron publicados en el portal Eje Central el 19 de abril de 2018 por un grupo de seis periodistas. Otro paquete llegó a la PGR en febrero de 2018, y el tercero, divulgado sin entrar en detalles por Encinas en septiembre, consta de 4 mil. El Times aportó decenas de miles adicionales.

 

El caso Ayotzinapa ha tenido muchas rutas fallidas, aunque la base de las investigaciones en este y el anterior gobierno, fue la averiguación previa que realizó en los primeros tres días de la desaparición el entonces fiscal de Guerrero, Iñaki Blanco, a quien Zerón y Gómez Trejo quisieron meter a la cárcel. La paradoja no para ahí.

Para fortalecer su acusación contra el Ejército, Encinas y su equipo inventaron chats donde se acusaba a un general del asesinato, y utilizaron a López Astudillo como el testigo inculpador. El viernes, en una entrevista en Milenio Televisión, el abogado de los familiares de los normalistas, Vidulfo Rosales, cuestionó las afirmaciones del Gil y dijo que habría que contrastarlas para dilucidar sus contradicciones.

El túnel negro de Ayotzinapa es largo. Las comunicaciones que entregó la DEA no incluyeron nueve horas interceptadas, entre las 10 de la noche del 26 de septiembre, y las cuatro de la mañana con 16 minutos del 27. Es decir, las horas clave para determinar qué hizo Guerreros Unidos con los normalistas, con qué autoridades se comunicaron –sin contar a las policías de Iguala y Huitzuco, que estaban en sus nóminas– y cómo se deshicieron de los cuerpos y dónde los dispersaron, que siguen siendo de conocimiento exclusivo del gobierno de Estados Unidos, el único que sabe la verdad sobre lo que pasó esa noche.

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