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«No quiero ver a nadie. Yo puedo verme adentro.» La inscripción en un cuadro de Julio Galán parece tallado de cuchillo sobre el muro de una celda. Para verse adentro, el personaje se disfraza, se maquilla, se traviste. Solitario, vulnerable, se rodea en ocasiones de muñecos y animales. En la exposición que se presenta ahora en el Museo Tamayo se puede admirar la obra del artista nacido en Múzquiz, sin esas etiquetas que se le han colgado desde sus primeras exposiciones. Más allá del neomexicanismo, más allá del artista gay, Galán es un escenógrafo del inconsciente, un retratista de sombras, un ilustrador de pesadillas, un inocente y terrible estrafalario. Galán es mucho más que la ironía con la que se burla de los fetiches nacionalistas. No puede ser reducido, tampoco, al cartel para el mes del orgullo. Es desde luego eso, pero, como se muestra en Un conejo partido a la mitad, es mucho más que eso. Esta exposición nos permite sacarlo de los cajones en los que la crítica lo ha puesto. Gracias a la mirada de Magali Arriola, curadora de la exposición, Galán sale del clóset de los catalogadores.

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Puede advertirse en esta exposición una esmerada arquitectura de la ambigüedad que sostiene cada uno de sus retablos. Sí y no es el título de uno de sus autorretratos más imponentes. Un equilibro de opuestos estructura su obra: la delicadeza del encaje y la violencia de la tela desgarrada; las muñecas y los boxeadores, el maquillaje y la transparencia de una esfera de cristal.

Protagonista de toda su obra, Galán no se busca a sí mismo en el espejo. No se desnuda, se disfraza. Para mirarse, para verse adentro, se sumerge en un estanque de ropajes y termina congelado en un altar barroco. Es un Cristo, un mariachi, dos niños gemelos. Un artista enamorado, no de sí, sino de sus otros: de todos los otros que en él son posibles. Múltiples escenarios del mismo desamparo, la misma soledad. «Mis obras son un espejo de mi propio dolor-dijo alguna vez. Es así como exorcizo mis fantasmas para abrirme al abismo de una nueva vida que son aventuras. Es la forma de mimetizarme con el ambiente, eso me encanta, me escondo de mis propios reflejos, igual me escondo tras la máscara de estrafalario. Mi arte es un espejo, es el filtro que tamiza mi realidad, la uso para vengarme de mi pasado.» Sergio Pitol, en un brillante ensayo que publicó en Vuelta, admiraba el riesgo que asumía el arte de Julio Galán. En sus cuadros se percibe «la renuncia a plegar su visión a cualquier tipo de autoridad.» Exhibiendo vulnerabilidad y humor, el artista combate los dictados del gusto, el poder y el mercado.

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