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En la Universidad Autónoma de Chihuahua se vivió una escena poco común: la detención de un estudiante de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales dentro del campus I, señalado por presuntamente vender droga. La intervención de la Policía Municipal, con patrullas ingresando al corazón de la institución, no solo sorprendió a la comunidad estudiantil, sino que abrió un nuevo capítulo en el debate sobre la seguridad dentro de los espacios universitarios. El joven fue trasladado a la Comandancia Norte, aunque las autoridades aún no han ofrecido una versión oficial de los hechos.

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Este incidente, que alcanzó la atención mediática por la magnitud de la movilización, pone en relieve un tema incómodo: los delitos que se gestan al interior de la universidad y que rara vez trascienden a la opinión pública. En breve, el rector de la UACH presentará su informe de actividades, un ejercicio institucional esperado; sin embargo, la comunidad universitaria demanda que, junto a los logros académicos y administrativos, se expongan también las realidades ocultas de inseguridad. Lo ocurrido no es un hecho aislado, sino la punta de un iceberg que debe ser reconocido y enfrentado con transparencia.


La tradicional cabalgata del Expogan 2025 se vio empañada por un episodio que comprometió la credibilidad de las autoridades locales: varios jinetes fueron captados ingiriendo cerveza durante el desfile, en pleno día y frente al público. Lo más grave es que, bajo la vigilancia de la Policía Municipal y la Estatal, nadie intervino para detener el consumo de alcohol en la vía pública, permitiendo con su pasividad una flagrante violación de las leyes que prohíben esos actos.

Este doble descuido —por parte del grupo de jinetes y de quienes estaban encargados de la seguridad— resalta una falta de voluntad institucional para aplicar las normas incluso cuando están bajo su responsabilidad vigilar. Si ni siquiera durante un evento tan visible como la cabalgata se actúa contra conductas ilícitas, ¿qué mensaje se envía al resto de la sociedad? Lo ocurrido no es simplemente un incidente aislado: es un recordatorio de que la autoridad, más que observar, debe intervenir.


Dicen que en Chihuahua la seguridad está blindada. Y sí, blindada con cinta adhesiva, porque ya van dos semanas de que hackearon el sistema de la Dirección de Seguridad Pública Municipal y, según el comisario Julio Salas, “todo está normalizado”. Claro, normalizado… como cuando se quema la cocina y uno dice que nomás huele a tostadas.
Extraoficialmente, la cosa es digna de película barata de Netflix: no solo se llevaron expedientes delicados, también hasta le dieron un “cajetazo” al área administrativa con cash incluido. O sea, el colmo: no solo revisaron los casos de alto riesgo, también pasaron a cobrar como si fueran empleados de confianza.
La cereza del pastel es que, para arreglar el desastre, contrataron a otra empresa… ¿adivinen de qué? De hackers. Sí, hackers contratando hackers para que les digan cómo los hackearon. Es como llamar a un ladrón para que te ayude a encontrar quién te vació la cartera.
Pero eso sí, oficialmente “no pasa nada”. Todo bajo control. Todo normal. Todo estable. Nada más que los sistemas siguen caídos, la información quién sabe dónde ande, y las filtraciones están más gordas que el WiFi de Starbucks.
Al final, lo más curioso es que la seguridad pública está más en riesgo dentro de la computadora que en la calle. Y mientras tanto, la estrategia oficial es la misma de siempre: “mire, mejor hablemos de otro tema”.


El escándalo alrededor de Esteban Gallardo, manager del equipo infantil que representó a México en la Serie Mundial de Pequeñas Ligas, ha encendido la indignación de los padres. Las acusaciones van desde cobros injustificados, apropiación de apoyos oficiales y material deportivo, hasta malos tratos verbales hacia los niños. Si bien la versión de los inconformes está respaldada por documentos y testimonios, lo cierto es que todo este señalamiento tiene, como se dice en el argot político, un 80 por ciento de credibilidad: y es que Gallardo arrastra la fama de fanfarrón desde sus tiempos como jugador en los Dorados, lo que hoy coloca en duda la transparencia de su gestión frente al equipo.

Más allá del ámbito deportivo, lo denunciado expone la falta de supervisión institucional sobre el manejo de recursos y el trato a menores que representan al país en eventos internacionales. La política deportiva debería velar no solo por resultados en el campo, sino también por la formación integral de los niños y la rendición de cuentas de quienes los dirigen. Si Gallardo, con ese historial de soberbia que muchos recuerdan, se benefició de la ilusión de estos pequeños, estamos frente a un espejo de cómo se reproducen en el deporte las mismas prácticas de abuso de poder que tanto criticamos en la arena pública.

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