En el punto más alto de un vertedero, un solitario soldado estadounidense vigila la frontera de su país con México. Minutos antes de las siete de la mañana, el único movimiento son los camiones que transportan a los empleados de las maquilas del lado mexicano. A unos metros del militar hay un par de Stryker, unos vehículos acorazados de combate desplazados a inicios de abril para vigilar la línea. Son veloces tanquetas con capacidad para nueve soldados, pero esta mañana de abril están vacías y forman parte del perezoso amanecer en un punto que, hasta hace poco, era uno de los más candentes del planeta. Hoy, el miedo lo impregna todo.
Desde este punto de vigilancia, ubicado en la ciudad de Sunland Park (Nuevo México), se ven kilómetros del muro fronterizo. Toneladas de acero del muro del presidente Donald Trump, que su antecesor, el demócrata Joe Biden, intentó vender como chatarra en el ocaso de su mandato, están apiladas sobre este terreno desértico. El muro fue una de las obsesiones de Trump en su primera presidencia. En su retorno a la Casa Blanca, el republicano ha desplegado una barrera mucho más eficaz: el terror. Es un eficaz instrumento formado por un largo listado de amenazas. Desde los 6.100 militares desplazados a la frontera, a la cancelación de visados o la cacería de indocumentados que se lleva a cabo todos los días dentro de todo el país.
En marzo, Washington presumió de haber logrado la cifra más baja de cruces irregulares en décadas, con solo 7.100. Es el segundo mes a la baja para el Gobierno de Trump y marca uno de los periodos con menos tráfico en la historia reciente de EE UU. El número representa una caída del 92% comparado con diciembre de 2024, el último mes completo de Biden en la presidencia.
El clima de temor y persecución ha sido suficiente para doblegar a Cristina. La vida de esta indocumentada brasileña, que pide no usar su nombre real por miedo, no ha sido la misma desde que el pasado febrero nueve patrullas y 18 agentes de la policía migratoria llegaron a su domicilio, con el objetivo de detenerla y deportarla. “Tus hijos se pueden quedar aquí, pero tú no”, le dijeron dos policías del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE). Cuando entraron al remolque donde vive la familia, se toparon con una sorpresa. Una bebé de 20 días estaba dormida en una cuna. Cristina no podía iniciar el viaje por haber parido recientemente.
Cristina, de 33 años, vive desde entonces como una prisionera en libertad condicional. En la muñeca izquierda porta un brazalete que manda a las autoridades su geolocalización en todo momento. “A veces me han llamado a las dos o tres de la mañana porque no reciben la señal y quieren saber si me he fugado. Me piden salir de casa y estirar el brazo al cielo para que me encuentren”, señala Cristina.
Originaria del Estado de Minas Gerais, llegó a EE UU a finales de 2019, en el penúltimo año de Trump en el poder. Hoy gobierna el mismo presidente, pero la situación es muy diferente. “No estaba tan loco como ahora”, opina. Cristina ha decidido frenar su lucha por permanecer en EE UU, donde trabaja como mesera de un restaurante por 10 dólares la hora. “Yo no vine a buscar riqueza ni oro, solo quiero evitar a mis hijos una vida de sufrimiento”, señala esta brasileña, quien creció en la calle después de haber sido abandonada por su madre. Sus hijos van de los dos meses a los 13 años. Está a la espera de que el Gobierno de Brasil dé los papeles a los dos más pequeños para irse al sur.
Separación familiar
“Para nadie es un secreto que a este presidente le gusta separar familias”, dice Oriana, una migrante venezolana de 30 años que vive al este de El Paso y quien no desea utilizar su apellido, también por miedo. Perder a su familia es su peor temor. Tiene como fondo de pantalla en su móvil la fotografía de la última Navidad. Luce embarazada y está acompañada de sus tres hijos frente a un alto pino con nieve artificial. La postal la completa su marido, Luis, un hombre alto y fornido con gorra de béisbol y sonrisa de oreja a oreja.
“Ni siquiera nos imaginábamos lo que venía”, admite Oriana. “Te voy a mostrar lo que Luis está haciendo ahora”, dice mientras busca un video en su teléfono.
Segundos después, reproduce un video. El mismo tipo bonachón de la foto navideña aparece ahora arando con un pico la tierra de la lejana región venezolana de Anzoátegui. Luis huyó de EE UU a principios de marzo para evitar ser cazado y deportado por la policía migratoria. Se autodeportó en medio de las incesantes noticias de arrestos y envíos al extranjero de gente como él. Desde mediados de marzo, la Administración Trump ha enviado a 288 personas (252 venezolanos y 36 salvadoreños) a la prisión de máxima seguridad de Nayib Bukele en El Salvador.
“Nunca imaginamos volver a sentirnos como nos sentimos alguna vez en Venezuela, acosados. Te sientes culpable de algo que no hiciste”, dice Oriana, quien evita salir a la calle. “Solo voy por los niños a la escuela. Y la compra me la traen a casa”, añade.
Las draconianas medidas de Trump contra la migración han provocado un nerviosismo palpable en el centro de El Paso. Decenas de tiendas estaban cerradas esta semana en la que alguna vez fue una zona importante zona comercial para la gente que cruzaba desde Ciudad Juárez. Los negocios abiertos no ocultan las dificultades en las que viven.
“Hay mucho problema político, la gente ya no quiere cruzar la frontera, ¡ni siquiera con visa!“, dice Jazmín, una inmigrante coreana que lleva 20 años con una tienda de ropa traída desde China. El próximo mes echará el cierre porque el negocio ha encarado golpe tras golpe desde la pandemia. “Nuestros clientes principales eran de México y ahora los aranceles nos va a ir peor, es imposible competir a Shein y Temu”, señala.
Albergues en mínimos
En El Paso hay apenas huellas de la crisis fronteriza que se vivió en el pasado. Una vendedora de arepas aguarda a algún despistado en la esquina del albergue del Sagrado Corazón, que recibió a cientos de venezolanos desde 2022 y cerró sus puertas en octubre. Al otro lado de la frontera, la situación es similar. Los refugios de migrantes en Ciudad Juárez registran números mínimos. En Gracia ambulante, en el centro de la urbe fronteriza, hay 25 camas ocupadas. En diciembre eran 200. El motivo lo explica el encargado en solo dos palabras: “Donald Trump”.
“Los polleros están haciendo su agosto. Si antes cruzar te costaba 5.000 dólares, ahora están cobrando 10.000″, explica Ivonne López, una de las voluntarias más veteranas de La Casa de Migrantes, una organización de la Iglesia que lleva 35 años operando en Ciudad Juárez. “Hoy tenemos 38 personas. No es un número que se vea mucho por aquí”, reflexiona. Hace no tanto, el albergue daba techo a entre 400 y 500 personas. Llegó a superar las 1.100 cuando las caravanas centroamericanas comenzaron a desafiar a Trump en su primera presidencia.
Muchos en La Casa del Migrante han abandonado la idea de cruzar a Estados Unidos y preparan el regreso a sus países de origen, facilitado por la Organización Internacional para las Migraciones, una agencia de la ONU. Unos pocos, sin embargo, no están dispuestos a abdicar, estando tan cerca de ese territorio lleno de promesas.
“Está muy feo ahorita, pero todavía tengo la ilusión de cruzar”, cuenta Eduardo García, con 18 años. El joven guatemalteco está sentado en un sofá y evita mirar de frente a quien le pide compartir su historia. Viste pantalones cortos que dejan a la vista la cicatriz que le ha dejado su experiencia como migrante.
—“La bala entró por aquí”, dice apuntando con el dedo la pantorrilla izquierda. “Explotó y salió luego acá”, añade subiendo el dedo al muslo.
Era octubre de 2023. El chico iba a bordo de una camioneta con diez migrantes como él. El grupo iba rumbo a la frontera cuando militares mexicanos les ordenó frenar en la ciudad de Parral, Chihuahua. El vehículo no frenó y huyó, haciendo que los soldados dispararon contra ellos. Una bala entró en la pierna de Eduardo, quien tenía 16 años.
Ha pasado más de año y medio desde entonces. Eduardo sigue recuperándose del incidente en el albergue. Su padre, Isaías, de 47 años, viajó desde Chimaltenango, a las afueras de la Ciudad de Guatemala, para acompañarlo en la recuperación, cuyos gastos son cubiertos por el Gobierno mexicano a través de la Comisión de Atención a Víctimas. “Yo le digo que hay que aceptar lo que pasó. No se dio y ni modo, pero él quiere seguir ese sueño”, dice Isaías, quien vendió una casa para patrocinar el trayecto al norte de su primogénito. Este aún está indeciso, pero no descarta enfrentarse de nuevo al gran muro de Donald Trump.
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