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Son hijos de inmigrantes. Crecieron con la certeza de que sólo tenían las manos para cambiar su suerte. Vieron a sus padres abrazar la madrugada para llevar el alimento a casa, tal y como ellos salen ahora a patrullar las calles para defenderse de los agentes del Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) y de hombres sin rostro que identifican como “mercenarios”.

No es asunto de pocos. Alrededor de 22 millones personas en Estados Unidos viven en hogares de estatus migratorio mixto, es decir, donde algunos miembros son ciudadanos o residentes legales y otros no tienen estatus migratorio autorizado.

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Esta cifra, que representa el 4.8% de los 130 millones de hogares en Estados Unidos, es avalada por el Instituto de Políticas de Migración (MPI sus siglas en inglés) y el Centro de Estudios para la Migración (sus siglas originales, CMS).

En esos hogares, hay 1.3 millones de adultos –comparten casa con familiares o roomies– y 4.4 millones de menores de edad son hijos de indocumentados, de acuerdo con análisis del Pew Research Center (o Centro Pew), especializado en el tema.

Tampoco es un asunto menor, resalta Francisco Romero, El Chavo, militante de Unión del Barrio, una organización que es parte de la Coalición por la Autodefensa de la Comunidad, una red de más de 60 grupos del condado de Los Ángeles.

“Ya ni siquiera sabes quién te está cazando”, lamenta en referencia a las redadas por parte tanto de autoridades identificadas como de grupos no verificados.
El uso de mercenarios o “cazafortunas” para capturar indocumentados no es reconocido oficialmente, pero quienes han sido víctimas de las persecuciones en California juran que están operando.

Desde las calles calientes de Huntington Park, la ciudad de clase trabajadora latina al sur del condado angelino, hasta los callejones polvorientos del barrio Boyle Heights con fuerte sabor mexicano, el modus operandi es el mismo: sujetos con el rostro cubierto se aparecen en camionetas fantasmas, sin placas, vestidos de civil, armados con radios, herramientas tácticas y sin condición física, describe Romero.

Interceptan a migrantes, sin importar que tengan o no papeles, y los arrestan sin identificación oficial mediante, para llevarlos a centros de detención donde se les interroga sobre su estatus migratorio.

Las organizaciones concluyen que, obviamente, esos interceptores son empleados del gobierno, porque cuando llegan, las autoridades migratorias los reciben sin preguntas. No obstante, estos sujetos trabajan en las sombras, operan con libertad y se esconden tras estructuras privadas que los protegen de cualquier fiscalización.

“La línea entre lo legal y lo ilegal se borró”, dicen los acechados. Para empeorar este contexto, hace poco los activistas descubrieron a un hombre en Huntington Park que no era agente ni mercenario, sino un posible psicópata.
“Eso es lo más peligroso: que estén imitando a los mercenarios para hacer persecuciones con perfil racial. Ya hay demandas. Hay ciudadanos que fueron detenidos y están pidiendo millones en compensación”, señala Romero.
Patrullas comunitarias
Para confrontar a esta situación, la Coalición por la Autodefensa de la Comunidad ha creado sus propias patrullas. Tres personas por vehículo, recorridos en las noches, mensajes de alerta que corren por las aplicaciones de mensajería WhatsApp o Telegram: “Atrás del Home Depot hay un convoy” o “Eviten la zona de la Walmart en el Este”.

Los operativos comunitarios son discretos, pero decididos. No llevan armas, sino ojos, celulares, indignación. Identifican, documentan y alertan. En ocasiones, han llegado a grabar a los supuestos agentes justo cuando se preparan para una redada. En otras, logran interrumpirla antes de que inicie.

“No puede participar cualquiera, lo hacemos los chicanos que sí tenemos ciudadanía, los hijos e hijas, somos los que estamos al frente. No por valientes, sino porque podemos alzar la voz sin que nos lleven en una camioneta de vidrios negros. Yo nací aquí y por eso puedo participar”, sostiene Romero.
Martha Santiago quisiera ser parte de este activismo después de 35 años de vivir en Estados Unidos y ser voz de muchas formas en la defensa de los derechos humanos de los inmigrantes, pero cuenta a MILENIO que está aterrorizada hasta el punto que dejó de salir a caminar como rutina de ejercicio.

“Sólo voy al trabajo, porque está todo controlado y no dejan entrar a cualquiera: todos han hecho equipo con el estado santuario”, dice.
Por esa confrontación, el presidente Donald Trump envió a las calles californianas a la Guardia Nacional, a los agentes de ICE y a los supuestos mercenarios.

Quedarse, a pesar del miedo
Lourdes Blancas vive en la incertidumbre. Un miedo que no es abstracto, sino cotidiano, táctil y doloroso. Cada mañana puede ser la última en que verá a sus hijos, al correr el riesgo de ser arrancada del país que aprendió a llamar hogar: hace poco hubo varias redadas en la región epicentro del cultivo de la fresa, del tomate, de la cannabis.

“Cuando salgo al trabajo, volteo a todos lados”, dice con voz suave, sin dramatismos. “¿En qué momento va a llegar migración? ¿A qué hora tocarán mi puerta?”.
Hace 25 años llegó a California como madre soltera, al corazón de una comunidad agrícola donde la vida se organiza entre surcos de tierra, horarios agotadores y silencios forzados por la reciente oleada de redadas después de las cuales ella decidió quedarse por necesidad y porque se sabe necesaria.

El Instituto de Política Económica, un centro de estudios con sede en Washington, calcula que si Trump cumple las cuotas de deportación, habrá 3.3 millones menos de trabajadores inmigrantes; entre ellos, 1.4 millones de vacantes en la construcción –en la cual Lourdes labora– y alrededor de medio millón en el sector de los cuidados infantiles.

Peor aún impactará en el campo: según estimaciones del Departamento de Agricultura, el 40 por ciento de los empleados no tiene documentos, un porcentaje que en California alcanza el 50 por ciento, según la universidad de este estado en su campus Merced.

Lourdes ha visto cómo los perseguidores de migrantes quiebran puertas, disparan gases, golpean sin preguntar. “Ese no es el ICE que conocíamos”, opina. “Estos no se identifican. Algunos traen chalecos falsos, placas de plástico: yo creo que son cazarrecompensas”, coincide con otras personas de Los Ángeles.

La amenaza es real, pero a veces basta un grito en falso para disparar la alarma. “Una vez en una repartición de despensas para gente pobre, un americano gritó: ‘¡Ahí viene la migra!’, y la gente salió corriendo como loca. Niños, abuelitos, personas con discapacidad… Todos corriendo sin saber ni a dónde”.

En los estacionamientos de los almacenes Costco, en las tiendas, en la calle, la humillación es constante. “Te gritan: ‘¡Vete a tu rancho!’, o ‘¡Este no es tu país!’”, describe Lourdes, cuyo miedo es compartido con vecinos, compañeros de trabajo, amigas del mercado, madres de la escuela.

El miedo lo respiran los jornaleros en el campo, las empleadas domésticas, los repartidores, los cocineros, indígenas que ni siquiera hablan español, analfabetas. Sólo en las últimas redadas en dos granjas de cannabis hubo 361 detenidos y únicamente cuatro tenían antecedentes penales.

“Desde entonces hay personas que prefieren quedarse sin comer a salir a la tienda, porque saben que están cazando a cualquiera que se vea latino. Por eso no pueden pagar renta ni tienen para comer”, denuncia Río Lorenzo, de la Organización Proyecto Mixteco, quien reúne despensas para mitigar el hambre.
​Lourdes hace de tripas corazón y va a trabajar, intenta hacer su vida normal. Confía en su suerte, pero no es temeraria: no marcha ni aparece en las fotos de las protestas. Su decisión por supervivencia es un acto político. Resistir, permanecer, alzar la cabeza en medio del miedo y decir: “Aquí estoy, aquí me quedo. Es un acto de dignidad”.

“Me recordó lo que he leído de los nazis”
En una conducta opuesta a la de Lourdes, su hermano menor está empacando. Supo que era tiempo de irse desde enero pasado, cuando escuchó la noticia de que un jardinero fue detenido en horas de trabajo.

“Los agentes de ICE tocaron la puerta para que saliera el trabajador, rompieron las ventanas, le poncharon las llantas”, recuerda el mexicano que prefiere mantener su nombre en el anonimato. “Yo no quiero ser parte de eso, me recordó a lo que he leído sobre los nazis, donde todos huyeron por el miedo”.
No existe un recuento oficial que sostenga cuántos inmigrantes han decidido autodeportarse, pero las estadísticas del Departamento del Trabajo muestran que cerca de un millón de trabajadores nacidos en el extranjero han abandonado la fuerza laboral desde marzo.

La decisión de abandonar el país, que no deja rastro en las estadísticas gubernamentales, podrían explicar las bajas cifras de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación: en los primeros cinco meses de 2025 se han registrado en promedio 380 deportaciones al día, mucho menos que las reportadas en los dos últimos años del ex presidente Joe Biden: 565 en 2024 y 588 en 2023.

“Lo peor que puede pasar es vivir con miedo”, dice quien está a punto de dejar ese sentimiento.

En enero de 2025, el hermano menor de los hermanos Blancas cumpliría 20 años en Estados Unidos. Tenía dos negocios: un autolavado móvil y un pequeño taller de impresión y bordado. No era propietario de una casa, pero había juntado ahorros, superado la pandemia, la inflación, la soledad y capitalizado su negocio con máquinas industriales.

La mayor parte de ese equipo ya está en México, donde construyó una casa hace 10 años. Le faltan por enviar cuatro máquinas. Está embalando, trabajando, despidiéndose, sin decirlo en voz alta.

“Lo bueno es que ya no voy a pagar renta aquí”, afirma al referirse al que fue su hogar durante dos décadas. Y echa para adelante: “No me siento con miedo. Tengo 20 años de experiencia”.
Javier es soltero. Su madre aún vive con él, pero pronto se irá a Cuernavaca también. Tiene un hermano allá en Morelos. Y, en su percepción, tiene pocos verdaderos vínculos en Estados Unidos. Nada debe, nada le deben. Está en paz. ¿Qué se lleva? Experiencia, disciplina y agradecimiento. “Aquí me hice responsable, aprendí a hacerme cargo de mí mismo”, resume.

Lo que viene es un cuadro en blanco, luminoso a su juicio con una pincelada oscura: la inseguridad que se vive en México.

EHR

 

 

POR Chicanos con ciudadanía crean autodefensas contra ICE y “mercenarios”

 

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