En medio de la calma tras la primera fase del alto al fuego entre Israel y Hamas, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tomó un rol protagónico en las negociaciones regionales y encabezó una cumbre en Egipto con más de veinte naciones.
Trump calificó su propuesta de paz como una “última oportunidad” para la región, y exhortó a adoptar una solución de dos Estados. La agenda incluyó desarme de Hamas, reconstrucción de Gaza y supervisión internacional del proceso.
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Aunque Israel no estuvo representado formalmente en la cumbre, otros países firmaron una declaración conjunta comprometiéndose a facilitar el proceso, proveer ayuda humanitaria y apoyar la gobernanza futura de Gaza.
El plan contempla la creación de un comité palestino tecnócrata supervisado, con mecanismos para que el control no recaiga totalmente en Hamas. También se especula sobre la participación de figuras internacionales como mediadores.
Críticas desde observadores regionales subrayan que el proyecto de Trump carece de claridad en temas centrales: derechos palestinos, marco legal, soberanía y retorno de refugiados quedan vagos. Algunos lo acusan de imposición unilateral.
Otros países, como Francia y la ONU, respaldan versiones más inclusivas que otorguen voz a los palestinos y respeten principios internacionales de autodeterminación. Se teme que el modelo global sea incompatible con realidades locales.
Las negociaciones futuras serán más complejas: deberán definirse seguridad fronteriza, supervisión militar, transparencia en fondos de reconstrucción y mecanismos de justicia. Cada paso requerirá ajuste diplomático.
Mientras tanto, Gaza se enfrenta a una crisis humanitaria monumental. Generadores escasos, falta de agua potable y reconstrucción de viviendas destruidas serán retos inmediatos que condicionarán la viabilidad política del acuerdo.
Si el proceso avanza con éxito, podría marcar un nuevo periodo de transición para Medio Oriente. Pero si falla, corre el riesgo de volver al conflicto abierto y la desconfianza máxima.
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