El mayor problema de la política partidista mexicana actual es la falta de imaginación, la esclerosis de ideas. Están todos atrapados en el régimen de la transición, opinando a favor y en contra del mismo arreglo que Octavio Rodríguez Araujo caracterizó como tecnocrático (por las formas de acceso al poder) y neoliberal (por los dicta ideológicos que obedeció), mientras las inercias estructurales de la economía, el reparto del poder y la procuración de justicia siguen las mismas tendencias que nos trajeron adonde estamos. De hecho, de ambos elementos –el neoliberalismo y la tecnocracia— el único que se ha sometido a la crítica es el de la tecnocracia. En principio la crítica era correcta: el conocimiento técnico no debe suplantar a la voluntad del pueblo para gobernar un país. En el final, la crítica terminó en un enaltecimiento de la ignorancia, lo contrario a lo que defendieron Hidalgo, Juárez o Cárdenas. La preparación académica se pone bajo sospecha, el robo de ideas y tesis se considera pecado de juventud; se reprocha a la clase media distorsionar su mirada por tener estudios y al mismo tiempo el ignorantísimo diputado Mier reivindica y presume la negativa certificar estudios formales con una embarrada mal entendida de pedagogía libertaria.

 

Y mientras conocimiento no vale para nada, los dogmas neoliberales siguen, todos, su curso, o incluso se potencian como sentido común. A la soberanía alimentaria los precios de garantía no le provocan más que bostezos, mientras productos extranjeros ganan terreno con la Licencia Única de importación y la eliminación de inspecciones; a la economía política general, compenetrada con la informalidad, no le impacta el incremento en el salario promedio que la inflación ha devorado en buena medida y le viene bien la simulación en la implementación de la reforma laboral que empezó con Peña. A los grandes capitalistas les parece magnífico aumentar los programas de transferencias directas mientras terminen en consultorios adyacentes a farmacias simi –porque la salud pública se estanca— o que las becas de jóvenes construyendo el futuro se inviertan en créditos para celular de coppel o elektra mientras la brecha salarial que afecta a los jóvenes se profundiza gravemente después de la pandemia, entre tantas otras cosas.

 

El obradorismo intuía que había que destruir el régimen de la transición por sus consecuencias negativas, pero no ideó nada sensato para poner en su lugar ni escuchó a quienes ya lo habían ideado. Si el régimen de la transición estableció que había que burocratizar las elecciones, priorizar el mercado y blandir el estado de derecho ante cualquier diferendo (cosa que, usualmente, pudieron hacer solo los que tenían dinero para litigar), aunque en todo se simulara, el obradorismo no ha optado por abrazar la limpieza sin simular, sino que ha ejercido de forma desnuda el poder en la violación de las leyes electorales, en la distorsión política de los mercados y en la interpretación de la ley, legitimando todo lo que ya sucedía, pero ahora en nombre del pueblo y destruyendo el proyecto que aspiró a acotar el abuso. Entretanto, la vieja elite de la transición aspira a reconstruir la ilusión derrotada y la simulación evidenciada, pero no ofrece tampoco un futuro alternativo, sino que también endurece sus ideas previas, inmunes a la realidad.

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