«Yo no soy marxista», le confesó en sus últimos años Carlos Marx a su amigo Federico Engels. Leer a Marx sugiere AMLO para provocar urticaria en sus opositores, y éstos, sin más rumbo que replicar las mañaneras, caen en la trampa y lanzan el grito al cielo, ante uno de los pensadores más influyentes (y falibles) del mundo político. ¿Qué vive y qué está muerto en la filosofía de Marx?, nos deberíamos preguntar como el filósofo marxista Jon Elster.
Debería leerlo la «izquierda». Conocen más a Cuauhtémoc Blanco que a Pierre-Joseph Proudhon; saben de Layda Sansores pero ni idea del papel que jugó Jenny von Westphalen; apapachan en Palacio Nacional a los machuchones del capitalismo con tamales de chipilín, mientras los Servidores de la Nación dan atole, con el dedo, al proletariado.
«El marxismo es actual mientras no sea actuado», le escuché decir al inteligente dirigente del PAN Carlos Castillo Peraza, que sí leyó a Marx y nunca le compró su utopía; ni al final de su vida, la receta panista.
Marx no es dios ni diablo, pero sus seguidores sí parecen feligreses rezanderos del dogma marxista. «Comienzan por creer que saben y terminan por saber que creen», les espetó en alguna ocasión el mismísimo Carlos Fuentes.
Por supuesto que sus principios teóricos deben debatirse (no adorarse), como aquel donde afirmó que la naturaleza de los individuos depende de la condición material donde se desarrolla; o el reclamo de las tesis de Feuerbach a la filosofía, contenta con interpretar al mundo sin transformarlo.
Leer con detalle y ojo crítico «El Capital» desengañará a los que creen en la lucha de clases, y echará abajo ese mundo de blancos asalariados y negros patrones. «¿Qué constituye a una clase?» se preguntó Marx, en el capítulo 52 del Tomo III (publicado por Engels), y respondió: la división de clases no tiene «forma pura», la distinción se «aplicaría asimismo a la infinita variedad de intereses y de situaciones que provoca la división del trabajo social…». Ni Marx, ni Engels compraron, tajantemente, al final de «El Capital» el garlito obradorista (sólo retórico) de confrontar oligarcas y desposeídos. Hay una «infinita variedad de intereses» sostuvieron. El mérito personal y la libertad individual tiraron por tierra todo ese andamiaje universal marxista.
El monopolio del Estado para imponer una visión de la vida, soportado en el fundamentalismo marxista costó miles de vidas, como lo probaron Rosa Luxemburgo asesinada en Alemania, y León Trosky en México. Por cierto, en «El Capital» Marx afirma que «Juárez había abolido el peonaje en México», ese «disimulo de la esclavitud», concretamente en un pie de página del capítulo «Compra y venta de la fuerza del trabajo». ¿Ya acabó la 4T con esa servidumbre? Su programa «jóvenes construyendo el futuro» es un cruel semillero de peones.
Pero Morena debía leer con cuidado «El 18 Brumario de Luis Bonaparte», estudio de dos golpes de Estado franceses al parlamento, a la Constitución y a la palabra de los disidentes, para entronizar una sola voz. Cesarismo puro. ¿No es eso lo que quieren al despanzurrar al INE: un 18 Brumario de López «Bonaparte» Obrador? Caudillaje puro. En ese texto donde importa el contexto, Marx sostiene con Hegel que los grandes hechos y personajes de la historia acontecen dos veces, uno como (gran) tragedia, y otro como (lamentable) farsa. ¿Qué elige ser el gobierno mexicano que reclama leer a Marx: desdicha de la violencia criminal o patraña del sistema de salud como el de Dinamarca?
Porque el hijo de Tréveris ni «semidios», ni profeta del comunismo inevitable, ni sofista maldito. Vive, diría Elster, su alegato contra la desigualdad, tal y como lo renovó Thomas Piketty; pero está muerto el fomento al rencor sangriento que se quiere imponer desde el Estado, como magistralmente lo empujó Lenin; y hoy, Daniel Ortega en Nicaragua.
Por supuesto que sí debemos leer a Marx; sobre todo los dizque izquierdistas obradoristas, para concluir con Raymond Aron, que le debemos admirar su odio al servilismo.