«Un patriota debe estar siempre listo a defender a su país de su gobierno».

Edward Abbey La protesta pública tiene un poderoso encanto. La multitud da confianza y fuerza; los gritos, cánticos y puños alzados generan adrenalina. «Qué bien suenan una mala música y los malos argumentos cuando marchamos contra un enemigo», decía Friedrich Nietzsche.

Muchos líderes políticos han entendido el «poder de la calle», «de la plaza pública». Benito Mussolini lanzó una «marcha sobre Roma» en octubre de 1922, hace 100 años. La presión de cientos de miles de camisas negras llevó a la renuncia del primer ministro liberal Luigi Facta y a la toma del poder por il Duce. La marcha recordaba los «triunfos», los desfiles de conmemoración de las victorias militares de Julio César y otros gobernantes y generales de la Roma antigua.

 

Gustave le Bon lo entendió antes. En 1895 publicó La Psychologie de foules (La psicología de las multitudes) en que señalaba: «Mientras todas nuestras antiguas creencias se tambalean y desaparecen, mientras los viejos pilares de la sociedad se derrumban uno a uno, el poder de la multitud es la única fuerza que no es amenazada y cuyo prestigio crece continuamente. La era en que estamos a punto de entrar será en verdad la era de las multitudes».

Y lo ha sido. No solo Mussolini, también Hitler y Stalin, y muchos dictadores más, han utilizado la fuerza de las masas para alcanzar el poder o para mantenerlo. Si bien es cierto que las protestas en las calles han servido también para derrocar a dictadores, cuando los opositores toman el poder por el impulso de la multitud muchas veces terminan convirtiéndose ellos mismos en dictadores.

La izquierda en nuestro país, durante mucho tiempo prohibida o descartada del acceso democrático al poder, ganó fuerza en las calles. Las manifestaciones de 1968 cimbraron al país; la del Politécnico de 1971, que llevó al Halconazo, dejó marcado al gobierno de Luis Echeverría; Cuauhtémoc Cárdenas protestó en las calles por el fraude electoral de 1988 y el propio Andrés Manuel López Obrador hizo de las protestas la plataforma de un movimiento que habría de llevarlo a la Presidencia.

No fueron, sin embargo, las protestas callejeras las que nos dieron la democracia, sino las reformas electorales, en particular la de 1996, que se concretó cuando López Obrador era presidente nacional del Partido de la Revolución Democrática. El propio López Obrador lo reconoció en una entrevista de 1997, en la que señalaba como grandes logros de su gestión en el PRD la creación de un IFE autónomo, ya sin «cordón umbilical» con la Secretaría de Gobernación, y con consejeros elegidos con «la opinión de los partidos de oposición».

López Obrador ha sido el dueño de las calles y las plazas públicas en las últimas décadas. Su plantón sobre el Paseo de la Reforma en 2006 le hizo un importante daño político, pero otras movilizaciones lo proyectaron como un líder nacional. Por eso hoy se burla de sus críticos y los invita a ocupar el Zócalo, para dejarlos en ridículo en la comparación.

La democracia, sin embargo, no debe ser la capacidad de llenar calles o plazas. Mucha gente no se manifiesta, pero no por eso hay que despojarlos del poder del sufragio. López Obrador es hoy el Presidente más poderoso de las últimas décadas, no porque haya tenido un gran poder de convocatoria, sino porque supo ganarse el voto de los ciudadanos. Hoy vemos un movimiento político que busca frenar una reforma electoral que él impulsa para fortalecer a su partido. Se entiende la protesta, pero la verdadera forma de detenerla no es organizar marchas sino lograr más votos.

· MUJERES Mohamed Akef Mohajer, portavoz del Ministerio de la Virtud y el Vicio, dijo ayer que el gobierno de Afganistán hizo todo lo que pudo, pero «desafortunadamente se han violado las normas». La dependencia ha tenido así que prohibir el acceso de las mujeres a gimnasios y parques.

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