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En un amanecer teñido de luto y balas perdidas, la ciudad de Hidalgo del Parral, cuna de revoluciones y ahora de ríos de sangre, despertó este lunes 17 de noviembre con los nombres de ocho almas segadas por la furia del crimen organizado, un saldo macabro que transforma el bullicio de carreras de caballos en un cementerio al aire libre. La Fiscalía de Distrito Zona Sur, con el peso de la autopsia y el ADN como testigos mudos, desveló las identidades de las víctimas que yacían inertes en el carril hípico Santa Teresa, epicentro de la carnicería del sábado, y en rincones olvidados como la Puerta del Tiempo. Lo que inició como un día de apuestas y relinchos se convirtió en un infierno de ráfagas automáticas, donde presuntos sicarios de La Línea, el brazo letal del Cártel de Juárez, emboscaron a rivales de Los Salgueiro, facción del Cártel de Sinaloa, dejando cuerpos acribillados que ahora claman justicia desde mesas forenses. Este desentrañamiento no es mero trámite burocrático: es el velo rasgado sobre una guerra territorial que devora a inocentes y verdugos por igual, paralizando comercios en pleno Buen Fin y ahogando el espíritu de una región que sangra por sus grietas narco.
La hecatombe estalló en la tarde del 15 de noviembre, cuando el sol aún abrasaba el polvo del hipódromo Santa Teresa, a escasos kilómetros de la carretera Parral-Jiménez, un paraje que pasó de ser sinónimo de adrenalina equina a fosa común improvisada. Siete hombres, entre los 20 y 35 años, sucumbieron bajo una lluvia de plomo de alto calibre, sus cuerpos amontonados como trofeos de una vendetta que hunde raíces en disputas por plazas de fentanilo y rutas de hierro. La fiscalía, tras noches de necropsias que revelan heridas múltiples en tórax y cráneos destrozados, confirmó los rostros de estos mártires involuntarios: Alejandro Antonio A. G., de 33 años, un padre de familia con manos callosas de jornalero; Paul Yovani A. L., de 29, conocido en bares locales por su risa contagiosa; José Eduardo M. C., apenas 23, un joven con sueños de escape truncados; Osvaldo Alonso S. B., de 21, el más tierno de la lista, caído en su prime; David Abraham S. T., 25, mecánico de confianza en talleres periféricos; y Jesús José N. V., 35, el mayor, con un historial de lealtades que lo ataron al abismo. Pero el octavo, la sombra que completaba el conteo, emergió de las pruebas antropológicas como Rosario B. M., de 41 años, originario de Puebla pero radicado en López, Chihuahua, un forastero cuya presencia en el carril lo condenó a un final anónimo hasta que el ADN lo rescató del olvido.
Fuera del caos hípico, la octava víctima yacía abandonada como desecho en la Puerta del Tiempo, un monolito que guarda ecos de historia pero ahora de horror contemporáneo: un hombre de entre 30 y 35 años, aún envuelto en el misterio de su identidad, con balazos que narran una ejecución solitaria en las sombras de la medianoche. Versiones extraoficiales, susurradas en corrillos de investigadores y filtradas a medios locales, pintan a algunos de los siete del Santa Teresa como engranajes de Los Salgueiro: Benito Molina, alias «El Benito» o «El 8-4», un operador clave con sangre en las manos por la masacre de una familia en el carril de Maturana el año pasado, donde cuatro vidas –incluidos dos niños– se extinguieron en la Vía Corta a Chihuahua; Vicente Parra Corral, «El Güilo», lugarteniente de confianza; y Uriel, «El Chiquilín», un recluta audaz que pagó con su juventud el precio de la lealtad. Estos nombres, aunque no ratificados por la fiscalía, flotan como fantasmas en reportes que ligan el ataque a una represalia de La Línea, ávida de reclamar Parral tras meses de escaramuzas en el Triángulo Dorado, donde Sinaloa y Juárez chocan como titanes por el control de huertos de amapola y laboratorios de metanfetaminas.
El impacto de esta orgía de violencia trascendió las rejas del hipódromo para estrangular el pulso económico de Parral: comercios bajaron sus cortinas en pánico colectivo, cancelando el frenesí del Buen Fin con letreros de «Cerrado por inseguridad», mientras caravanas de familias huían hacia Jiménez y Santa Bárbara ante rumores de narcobloqueos y robos de vehículos en las sierras. El gobierno municipal, en un boletín desesperado, imploró a los habitantes evitar la carretera Parral-Jiménez, un arteria vital ahora convertida en zona de guerra, donde enfrentamientos colaterales en Valle de Allende dejaron heridos y un rastro de llantas quemadas como estelas de terror. El secretario de Seguridad Pública estatal, Gilberto Loya, en rueda de prensa con el rostro surcado por la fatiga, vinculó esta masacre a hilos del 2024: el asesinato de Marisela Barrón Sandoval, dueña del Centro Hípico de Maturana, junto a su pareja el músico Kevin Amalio Hernández y sus hijos de 14 y 17 años, un crimen que encendió la mecha de venganzas en carriles de carreras, eventos que el narco usa como tableros para liquidaciones selectivas. «Algunos de estos caídos ya estaban en nuestro radar por hechos previos», confesó Loya, prometiendo un Gabinete Nacional de Seguridad que despliega helicópteros y retenes, aunque el eco de sirenas no borra el vacío de ocho ausencias.
En las capillas improvisadas de Parral, donde velas parpadean junto a fotos desvaídas y coronas de flores marchitas, las familias de los identificados claman no solo duelo, sino un escudo contra la hidra que devora generaciones enteras. Esta identificación, más que cierre forense, es un grito ahogado en la garganta de Chihuahua: una tierra donde el galope de caballos se confunde con el trote de la muerte, y donde la violencia en Parral no es tormenta pasajera, sino monzón perpetuo alimentado por disputas que ignoran fronteras entre culpables e inocentes. Mientras la Fiscalía General del Estado teje carpetas de investigación con balística y testimonios temblorosos, el pueblo entero contiene el aliento, sabiendo que el fin de semana sangriento podría ser preludio de vendavales peores. En las venas polvorientas de esta frontera indómita, late la urgencia de un amanecer sin balas, donde los nombres de los caídos no se pierdan en expedientes, sino que iluminen el camino hacia una paz que el plomo ha profanado una y otra vez.







