jorge fernandes menendez

El último informe de la DEA sobre narcotráfico califica a los cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación como las principales amenazas «para la salud y las comunidades» en territorio estadounidense.

En su informe sobre las operaciones extranjeras de la agencia, la DEA informa que creó una unidad dedicada exclusivamente a perseguir y desmantelar esas dos organizaciones «transnacionales» para traficar con «fentanilo y metanfetaminas» en la Unión Americana. El documento es particularmente duro con México, alimenta los diferendos profundos entre la administración López Obrador y la agencia estadounidense, que coincide en estos temas con las recientes declaraciones de la Casa Blanca y particularmente del secretario de Estado, Antony Blinken.

Más allá de descalificaciones infantiles (el “departamentito” de Estado) según el gobierno federal la causa de la dureza de estos informes y declaraciones es que la DEA y otras agencias estadoundienses están molestas porque no se les deja actuar con libertad en México como lo hicieron en el pasado. Es verdad, desde la ley de seguridad que se aprobó después del caso del General Cienfuegos, se ha regulado muy estrechamente la participación de agencias y en particular de la DEA, con la que la administración López Obrador tiene una relación distante desde siempre.

La desconfianza se la ganaron a pulso, pero la narrativa que se está desarrollando en Estados Unidos respecto a México va mucho más allá de la DEA, una agencia que en el juego de poder interno de la Unión Americana no es determinante. Asume ese papel cuando el departamento de Estado o la fiscalía general se lo otorgan para operar en términos de política externa. Y en las últimas semanas tanto el secretario de Estado, Blinken como el fiscal Merrick Garland, han coincidido en criticar las operaciones de México contra el tráfico de fentanilo, con más matices que el ex fiscal William Burr, o de legisladores republicanos y demócratas, pero el tema está vivo, reflejado, además, por los medios estadoundienses, particularmente críticos con la labor antidrogas de México.

Quizás no es una visión totalmente justa porque, sobre todo en el último año, se ha hecho una labor bastante intensa contra el tráfico de fentanilo en México. Pero evidentemente es insuficiente, como no lo son los esquemas de colaboración con Estados Unidos. Ese es el punto central.

Este fin de semana estuvo Biden en Canadá durante dos días. Desde ese país entra también fentanilo a la Unión Americana (y tienen zonas de alto consumo, como Vancuver) pero el tema no estuvo en la agenda que se concentró en aspectos comerciales y en la migración, donde llegaron a acuerdos de fondo. Diferencias aparte, que las hay, Canadá y Estados Unidos están plenamente integrados en temas desde comerciales hasta de seguridad, desde energéticos hasta agropecuarios y no tienen duas al respecto.

Con México, el comercio es muy intenso, y en ese sentido la integración empresarial también, pero como política de Estado no estamos por una integración clara con América del Norte. Y ese es un error garrafal. No es un tema de soberanía, Canadá es la demostración de ello, sino de un proyecto de nación e integración regional. Nosotros seguimos con un pie en América del Norte y el otro en alguna utopía latinoamericana inspirada en los años posteriores de la revolución cubana, un régimen que está a punto de cumplir 65 años ininterrumpidos en el poder y que se derrumba progresivamente.

Es verdad que la DEA suele tener actitudes prepotentes e intervencionistas con México, como lo es que los Estados Unidos puede hacer mucho más en la lucha contra sus propias redes de tráfico de drogas y en el tráfico de armas hacia México, como lo ha reclamado el canciller Marcelo Ebrard.

Pero también es verdad que la epidemia de opiacios y el tráfico ilegal de fentanilo se ha convertido en una verdadera tragedia en la Unión Americana que ha trascendido, según investigadores independientes, incluso la que ocasionó el SIDA o el crack en los años 80. Pensar que esa tragedia será minimizada por la sociedad y los partidos políticos de ese país en un periodo prelectoral, es ingenuo pero, además, el gobierno de López Obrador envía señales contradictorias día con día respecto a la relación de fondo con Estados Unidos.

No se puede en el mismo día y hasta en el mismo discurso, acusar de injerencista al departamento de Estado y calificar de mentiras y bodrio las violaciones a los derechos humanos en México, que todos sabemos que son ciertos, al mismo tiempo que se dice que Biden o Kerry son diferentes a Blinken, el departamento de Estado o la DEA. No se puede ser el principal socio comercial de Estados Unidos e identificarse con Cuba y Venezuela, defender esos gobiernos y ser tan criticos con Estados Unidos al grado de decir que el juicio contra Trump es politiquería para evitar que esté en la boleta electoral en el 2024.

Es un juego de vencidas que ya jugamos en los 70 y principios de los 80 con Luis Echeverría y López Portillo y que terminó muy mal. Y que desde el inicio de la negociación del TLC en 1989 se fue transformando, con luces y sombras, en otro tipo de relación. Durante todos esos sexenios quedó claro que México avanzaba hacia la integrtación cada vez más plena en América del Norte. Es más, el reclamo era que nuestros socios hacían más lenta esa integración de lo que reclamaba México. La enorme diferencia ahora es que se percibe claramente la reticencia gubernamental mexicana para avanzar en ese sentido. Y todo el debate con la DEA, el fentanilo, el tráfico de drogas, esa desconfianza, está permeada por esa profunda indefinición.

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