ADVERTENCIA: Fifís, chairos, borregadas, buscadores de porno, frivolidades o chismes de tamaleras y cosas de diputados, corcholatas y “monosilábicos”, así como flotadores de la “cultura solapera”, las siguientes mil palabras, no son su espacio natural.
Hablaré de cuestiones ontológicas, no sólo poco abordadas sino inverosímiles. Sin embargo, comunes a cada hombre: retos superiores de la axiología, en los que mi maestro, Dr. Agustín Basave Fernández del Valle, metodológicamente me inició, hacia el verano de 1984: expresiones imputables indefectiblemente, a su mismísima “plenitud subsistencial” -Habría qué conocerle, al menos de lectura.
Al toro: Muy pronto reconocemos que no somos iguales. Además, en infinidad de cualidades y circunstancias. Paso ahora mismo al grande Pepe Ortega y Gasset, a quien no puedo dejar de llevar en paralelo con mis menores, pero muy hambrientas neuronas, cada vez que se ocupan de aquello que lleva a un hombre a esa gloria terrenal de ser MAGNÁNIMO.
De la misma forma que a los más de los humanos, las mismas condiciones, pero de efecto inverso, a las que la ciencia y la filosofía, permanecen negadas siquiera a nombrarlas o clasificarlas, mucho menos definirlas: operan en cada uno, pero a la baja, haciendo de la mayoría, PUSILÁNIMES.
En mi sencillo entendimiento de ranchero de Sonora, he logrado distinguirlos porque el primero, al prestar un servicio cualquiera a cualquier persona, cobrado o no, su alma hincha y él mismo se regocija de satisfacción: se crece; En tanto, el otro, al prestar un servicio cualquiera, a cualquier persona, cobrado o no, se siente servil, utilizado, humillado y se odia por hacerlo.
Y ello lo atribuye Ortega y Gasset, a que el molde del alma humana, no es el mismo para todos: un molde magnánimo, evidentemente mayor que el del alma del pusilánime.
Esto lo lleva a concluir que, aunque de distintos tamaños, humanos ambos, tienen cualidades y debilidades. Sólo que no es justo regatear grandeza al magnánimo por el tamaño también formidable de sus debilidades.
Cuando el alma de un hombre común entre el vulgo (sólo calificado de pusilánime, en el ejercicio del Poder), de cualidades normales, necesita desahogo, quizá un cigarrillo le baste. Una cerveza, incluso un silente mal gesto.
Muy distinto del desahogo del alma magnánima de Mirabeau, por ejemplo, que para desahogar su vida, necesitó primero dictar una forma de gobierno que aún predomina el mundo, la monarquía constitucional, encabezar, redactar y pronunciar los derechos del hombre y el ciudadano y todavía, con inhumano vigor, ¡lidiar la Asamblea Revolucionaria! Y morir, desde luego.
No necesitó ejércitos ni corona (“noble había nacido”, el Conde Duque). Tampoco robó, traicionó ni se vendió desde el Poder. Aunque fue odiado, temido, aborrecido, rechazado y excluido de la realeza y de los Lores, de todas formas hubieron de seguirle, ni más ni menos que todos los revolucionarios franceses, pues no sólo gozaba del genio de las ideas estudiadas y las nuevas, sino también el superior entendimiento de la Revolución, de Francia y del fin del Medievo.
Con mando indiscutible sobre sus pares, futuros “guillotineros” -casi nada.
Me separo aquí de la disertación de Ortega, para dar paso al específico punto que me ocupa y expongo, por si acaso tuviera razón: Basta leer los debates y relatos de aquella Asamblea Revolucionaria, para confirmar la certidumbre con que Mirabeau da instrucciones a unos para que vean a otros y los convenzan de tal proceder, con firmes razones y conocimiento preciso y actual de las cosas y de los otros. Dicho sea de paso, goza del mérito creador del cuerpo de asesores, apenas común ¡Esa estructura, qué ventaja!
A la vez que revisa los proyectos legislativos que le presentan, dictando simultáneamente a sus asesores La Carta Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano -literalmente-, en su papel de creador, estadista y Padre verdadero de esa revolución, del Estado Moderno, y mejor dicho, de la Modernidad ¡Todo en plena sesión!
Como diputado y líder de hecho de la Asamblea, lidiaba con diputados que estaban incendiando aldeas, en ese mismo momento. Siempre, aun renuentes, reconocieron la superioridad de su genio. Aunque se imponía, a la vez.
Pero no descansa, no duerme, no reflexiona sino para conducir a la Asamblea y con ella, al país ¡Y a toda Europa! A su clara visión del mundo que sigue al Medievo y al absolutismo. Aspiración que aun tenemos.
Es ese momento de majestad que alguna vez al grande hombre le toca (aunque sospecho que a todos, a nuestro apropiado nivel, lo saboreamos también, alguna vez en la vida), en que se sabe consciente que no hay hombre superior a él y que además, los demás, lo saben y lo aceptan, o mueren ¡Tal es el peligro y por tal, la necesidad!
Y por ello llamé esta columna “CÉSAR ANTE EL RUBICÓN”. Los historiadores ignoran el momento en que Roma prohibió a sus generales victoriosos, bienvenidos, venerados y celebrados, entrar con sus ejércitos y el límite fue el Rubicón. Ni Posidonio, contemporáneo de César, ni los más viejos, como Catón, El
Viejo (243-149 ac). Es posible que la norma haya sido heredada de los etruscos -600 años atrás: sagrada e inmaculada… hasta entonces.
¿Por qué? Porque para Roma, antes que reinado, república o Imperio, lo primero era la Ciudad. Y cuando decimos ciudad, hablando de Roma, hablamos de los CIUDADANOS, el alma y razón de ser de Roma. Y es que Roma, en el mundo entero, era el único espacio, LA ÚNICA UNIDAD GARANTE DE TAL CONDICIÓN DE AQUELLOS HOMBRES: LOS CIUDADANOS ROMANOS. POR ESO ROMA, ERA LA CIUDAD.
Y ningún ejército allí dentro, era necesario: el saber patricio garantizó la plenitud del ejercicio de la ciudadanía, por todos los ciudadanos, en todos los rangos. Por cuya majestad, también garantizaron los “órdenes” y derechos de los esclavos y demás habitantes.
César ante el Rubicón, llegó al frente del ejército que dominó todo el mundo occidental. En tanto en guerras, envió riquezas y esclavos a Roma, mejorando el nivel de vida de todos los patricios. Pero también dotando de cien veces más mano de obra, que aumentó la riqueza de todos en Roma y en las provincias tributarias del Imperio.
César ante el Rubicón se supo superior a todos los hombres vivos y también a todos los próceres de la historia, desde Alejandro. Y quizás, superior a él, también. Y cruzó el río, con el descaro de decir a hombres libres de una ciudad libre, soy vuestro dueño, violentando de una vez, la prohibición quizá más venerable.
Así hoy, atestiguo la presencia de un hombre muy superior al resto de los presentes. Y todos sabemos porque lo sentimos, que él lo sabe, tanto como nosotros lo sabemos también: No hay otro mayor.
Y su tamaño le permite dar pasos-zancadas que lo adelantan aún más: Así, mientras las últimas décadas, las contiendas han enfrentado hombres, rostros y biografías -respaldadas por grupos, cuando mucho-, el residente de Palacio Nacional, ha sentado ya las bases para que su propia sucesión, este cifrada en su proyecto 4T, y no un rostro.
Es lo que el siglo pasado Calles llamó la “institucionalización” de la Revolución. Y dejar atrás a los caudillos.
En tanto, la oposición en México, lejos de una plataforma de largo plazo, está viciada y miope, buscando candidatos del tamaño del caudillo y espacios en el reparto de los puestos por contender.
Andrés Manuel se siente César ante el Rubicón. Y así le percibimos. Claro, lo de César es historia, y esta, la escribimos aún.