Sabinas.— Héctor Díaz escuchó tres, cuatro estallidos y un soplido fuerte antes de que el agua de la mina de Agujita cubriera el pozo, como un tsunami que brotaba de las entrañas de la tierra.
Cuando escuchó el ruido, Héctor se comunicó con el malacatero, la persona que se encarga de la máquina para tirar las cargas en lo profundo de una mina. “No pares el malacate”, le dijo por radio.
Un compañero se subió al bote con el que se transportaban, Héctor y otro más subieron a los costados. Al escuchar el ruido se bajó del bote y empezó a subir, pero el agua lo alcanzó.
En segundos, Héctor Díaz estaba en la profundidad de la mina, sobre un “caído”, como llaman los mineros a los huecos, los cañones, los vacíos, las burbujas por donde pueden encontrar la forma de respirar y salvarse en caso de accidente. Esos “caídos” son la esperanza de las familias de los 10 mineros que permanecen atrapados.
Héctor quedó con la pierna atorada en esa burbuja. A un costado tenía a su compañero Fidencio. Héctor levantaba la cara para que el agua no lo cubriera y pudiera respirar. “Hasta aquí llegamos”, le dijo Héctor, un hombre corpulento, a Fidencio. “Ahí nos vemos en el otro mundo”, se dijeron.
El milagro para ellos sucedió. Héctor halló una cuerda y comenzó a jalar por debajo del agua para tratar de subir mientras aguantaba la respiración para llegar a la boca de la mina. “Voy a morir luchando”, pensó. Mientras subía, jalando la cuerda, se quitó las botas, el cinturón y el peso que le estorbaba. Entonces, sintió cómo el agua lo expulsó. Poco a poco, y con ayuda de mineros en el exterior, Héctor, de 46 años, salió de la mina. Atrás de él subieron Fidencio y Fernando.
“Sólo el de arriba sabe por qué me dejó”, cuenta Héctor desde su casa, con la condición de que no lo graben ni le tomen fotografías. Es la primera vez que cuenta su historia después de relatarla en la fiscalía. Pero no quiere fotos por respeto a sus compañeros que se encuentran atrapados desde el pasado miércoles, y a sus familias que viven con la incertidumbre y el dolor.
“¿Cómo voy a estar vivo?”, se cuestiona. Estuvo tres días hospitalizado. Lo atendieron por agua en los pulmones, se le reventó el oído y tiene una lesión en la espinilla de cuando se le atoró la pierna.
Ayuda desde el exterior
En la superficie estaba el minero Guillermo Memo Torres comiendo cuando escuchó el ruido, como un tronido en el interior, y el grito de alguien. Entonces, vio que por la boca de la mina salía aire, como un bufido desde las entrañas de la tierra.
De inmediato corrió al pozo y junto a otros compañeros arrojó la cuerda que Héctor y sus compañeros encontraron para subir.
Minutos antes, cuando Memo todavía picaba las paredes para extraer carbón, miró nervioso al planchero —quien corta el carbón— y los dos optaron por salir. Cerca de 20 minutos después, ocurrió la inundación.
Memo, al igual que Héctor, no quiere fotografías. Sus compañeros siguen atrapados y no quiere verse como el milagro.
Después de salvar a compañeros, Memo fue a casa y abrazó a su familia. Después fue con su papá, pastor cristiano del Barrio 6 de Agujita, y lo abrazó fuerte. Luego regresó a la mina.
Adentro siguen sus compañeros. Unos son sus amigos, casi hermanos, asegura. Como Sergio Cruz y el comandante Margarito Rodríguez.
Memo y Héctor dicen que regresarán a las minas. Y volverán a entrar sabiendo que quizá no regresen un día a la superficie. “Sabemos que hay esa posibilidad”, reconoce Memo.
Trabajo de alto riesgo sin equipo
Héctor Díaz, como muchos mineros de la zona, sólo llevaba su casco con lámpara, cinturón y botas. No tenía autorrescatador, equipo que les da la posibilidad de tener oxígeno porque, dicen los mineros, esos sólo los dan en las empresas grandes.
En algunas minas los patrones dan equipo, pero no en los pocitos, donde los carboneros suelen llevar sus propias botas y cascos. Tampoco usan uniforme, cada quien baja como se siente cómodo.
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