¿Quién ordenó detener a Ovidio? Cuando Ovidio Guzmán López, hijo de El Chapo Guzmán, fue detenido por primera vez hace ya más de tres años, el presidente Andrés Manuel López Obrador ordenó su liberación “para no poner en riesgo a la población, para que no se afectara a civiles”. ¿Entonces por qué —ahora sí— vale la pena que arda Culiacán?

La visita del presidente estadounidense, Joe Biden, juega un rol, desde luego. Pero también hay, por primera vez, una resolución diferente a la disputa entre dos ideas opuestas dentro del gobierno: los “abrazos” (tolerar a los criminales para no “patear el avispero”) contra los “balazos” (perseguir sin tregua a todo el que quiebra la ley).

Ovidio fue la victoria de los abrazos y el Ejército tuvo que tragarse el sapo de la humillación en aquel octubre de 2019. Nunca se quiso revelar cuál fue la conversación entre los miembros del gabinete de seguridad para decidir liberar al capo. López Obrador dijo que fue él quien decidió, pero su primera versión fue que alguien más lo hizo y él respaldó.

¿Quién ordenó la segunda detención de Ovidio? A juzgar por los datos disponibles, no fue una iniciativa presidencial. Veamos:

Solo cinco meses después de aquella primera detención fallida, de visita en Badiraguato, Sinaloa, el presidente AMLO dio la mano a la madre de El Chapo Guzmán, en un gesto que le valió duras críticas por considerarse un gesto de impunidad. “Recibí tu carta”, le dijo AMLO, en referencia a una petición que la señora le hacía para interceder ante Estados Unidos por su hijo.

No serían las únicas muestras del pensamiento del Presidente sobre el narcotráfico en México: de manera constante minimizó esa actividad criminal como ofensas menores frente a los delincuentes “de cuello blanco” que “saquean” al país.

En junio de 2021, dijo sobre las elecciones estatales recién concluidas: “La gente se portó muy bien, los que pertenecen a la delincuencia organizada, en general bien”. En septiembre de 2019 pidió a los delincuentes de Tamaulipas: “Yo los llamo a que recapaciten, que piensen en ellos pero que sobre todo piensen en sus familias. Que piensen en sus madres, en sus mamacitas”.  El 16 de febrero de 2020 dijo: “Los delincuentes son seres humanos que merecen nuestro respeto y el uso de la fuerza tiene límites, básicamente es para la legítima defensa”.

Ir a capturar a Ovidio no fue un acto de defensa. Fue una ofensiva.

Desde que la guerra contra el narcotráfico comenzó en el sexenio de Felipe Calderón, el Ejército y la Marina han estado al pie del cañón. Se les ha pedido sangrar por una política de combate al crimen que no cambió mucho desde ese 2006 y hasta la fecha. Siguen siendo soldados, y no civiles, quienes se enfrentan a los cárteles. Por eso ofendió profundamente a mandos castrenses cuando el gobierno de López Obrador decidió liberar a Ovidio Guzmán.

El general Carlos Demetrio Gaytán Ochoa lo dejó claro en un desayuno de la cúpula militar, en noviembre de 2019, cuando expresó: “Nos sentimos agraviados como mexicanos y ofendidos como soldados”. En las mismas fechas, el general en retiro Sergio Aponte Polito concedió una entrevista en la que expuso que la liberación de Ovidio “causó más agravio y enojo por los muertos y heridos que resultaron de este enfrentamiento. Un militar fue masacrado y otro perdió una pierna por un disparo de fusil Barrett calibre .50”.

Los mensajes, nada velados, hicieron que López Obrador insinuara del riesgo de un golpe de Estado: “¡Qué equivocados están los conservadores y sus halcones! Pudieron cometer la felonía de derrocar y asesinar a Madero porque este hombre bueno, Apóstol de la Democracia, no supo, o las circunstancias no se lo permitieron, apoyarse en una base social que lo protegiera y respaldara”, dijo en respuesta.

Fue después de estos momentos de tensión con el Ejército que vinieron como cascada las concesiones económicas a las Fuerzas Armadas: el Nuevo Aeropuerto Internacional “Felipe Ángeles”, el Tren Maya, el Corredor Interoceánico, el centro cultural de las Islas Marías, el control de puertos y aduanas, así como los aeropuertos de Tulum, Chetumal y Palenque. Todos, entregados a mandos castrenses para hacer negocio con su construcción y operación.

Sin embargo, al parecer, entregar el oro y el moro a las Fuerzas Armadas no fue suficiente para borrar el agravio que no sólo sufrieron en Culiacán, sino que siguieron padeciendo hasta este año. Cómo olvidar a los huachicoleros que corrieron con palos y piedras a soldados en Hidalgo apenas en julio pasado.

Alguien dijo: ya basta. Y no parece que haya sido el presidente López Obrador a juzgar por sus declaraciones. ¿Una muestra del poder menguante de la actual administración, rumbo al final del sexenio?

¿Qué pasará la siguiente vez que gente armada, disfrazada de pueblo, quiera humillar al Ejército mexicano como pasó en mayo pasado en Nueva Italia, Michoacán, cuando “corretearon” a soldados para expulsarlos del lugar?

Si de verdad se abandonó ya el “abrazos, no balazos”, en los próximos meses habrá más enfrentamientos y menos soldados en repliegue. Ya se verá. Lo cierto es que si ni siquiera López Obrador —con toda su popularidad— pudo contener a su cúpula militar, el próximo presidente, o presidenta, no tiene ninguna esperanza.

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