Un argumento hasta laudatorio se repite como mantra entre nuestros sedicentes analistas políticos: ¡López Obrador es un genio de la comunicación! Genialidad, derivan en consecuencia, que logra abstraerlo del juicio ciudadano y político, sin darse cuenta que es precisamente su simplona lisonja la mayor condena posible que se le pueda enderezar.
Por desgracia vivimos en una sociedad del espectáculo que ha terminado por pervertir todas las percepciones, acciones y juicios humanos; pero su omnipresente tiranía y fugacidad no logran llenar los huecos que en otras áreas del quehacer humano dejan sembrados a su paso.
Truquear la realidad y su percepción, ocultarla, deformarla o disfrazarla podrá embaucar la racionalidad de quienes la sufren (y los sufren), pero jamás negarla, resolverla ni hacerla desaparecer.
El prestidigitador de la realidad no la vence ni la desaparece, tan solo la oculta y, a veces, ni eso puede y sólo logra llevar la mirada de su público hacia algún llamativo distractor. Pero nuestros viejos decían que la realidad es muy necia, ¡y lo es! Terminará siempre por imponerse.
Se podrá aparentar que en Palacio no hay emergencias cardiacas y seguir religiosamente con las homilías mañaneras bajo cocteles farmacéuticos hasta que la realidad los alcance; de igual forma se podrá estirar el delirio más allá del delirio mismo, pero la realidad seguirá siendo ella y perseverando en sí. Llegará el día en que ya no haya truco desconocido ni a la escala de lo que se pretende ocultar, ni delirio más allá del delirio.
Pero veamos que es lo que nuestros analistas dejan de lado al laurear la habilidad comunicativa por sobre la pericia y la responsabilidad políticas.
El comunicador al primar su arte por sobre todo a los primero que falta es a los mexicanos, al ponerse él por encima de sus soberanos, privilegiando su popularidad y a la botarga que interpreta por sobre las necesidades y afanes del pueblo que dice representar y servir.
Falta por igual a la ley, no sólo a la que protestó cumplir y hacer cumplir, sino aquella que consagra las libertades y derechos de los demás que niega y pisotea con su actuar y a los que se debe por completo.
Falta a la verdad para con él y para con los demás. Desde los griegos el compromiso con la verdad (Parreshía) es obligación primigenia del gobierno de sí mismo y de los demás. La mentira no puede ser normalidad ni norma de relación humana alguna. Quien hace de ella “El Instrumento” de su gobernar no es otra cosa que la mentira personalizada.
Falta a la justicia que es dar a cada quien lo suyo; en la mentira nadie sabe quién es quién y menos qué es lo suyo de cada quien, menos si se le da o se quita, o sólo se hace como que se da o como que se quita.
Finalmente falta a la dignidad de las personas y la dignidad de sus condiciones de vida, que son las primeras que sufren la consecuencia de la mentira como forma de gobierno.
A un gobernante no se le elige ni se le paga para que sea popular, ni para que mantenga altos niveles de aprobación demoscópica y haga de la propaganda finalidad última de su gobierno. Es más, debemos aprender que, en una sociedad del espectáculo, un gobernante popular es en sí mismo un peligro, porque ésta, precisamente, delata dónde están sus interés y esfuerzos. Al final, muestra la experiencia, los “políticos” populares siempre terminan cosechando más odios que popularidad; víctimas de la fugacidad propia de todo espectáculo: cayendo el telón, pasan a ser nada.
Son como el discurso emocional, muere con la emoción.