He reflexionado durante mucho tiempo sobre el concepto de la eternidad. La definición clásica consignada es la de Anicio Manlio Torcuato Severino, mejor conocido como “Boecio”, un filósofo romano, quien fue traductor de Platón y Aristóteles. “La eternidad, —decía— es la posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable”. Santo Tomás de Aquino no estuvo de acuerdo con él y lo criticó por los términos utilizados —referidos a la existencia humana— como “interminable”, “vida”, “todo”.
El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua la define como “perpetuidad sin principio, sucesión ni fin” y cita a Boecio, refiriéndola a la tradición católica, señalando que es la “vida perdurable de la persona después de la muerte”. Lo cierto es que todo lo que se ha escrito sobre esto —la eternidad y la vida después de la muerte— es pura especulación.
Y utilizo la palabra “especular” en su sentido primigenio, tal como lo pensaron los romanos. “Specularis” se refiere a lo que es semejante a un espejo. Los espejos, por cierto, o la piedra denominada “lapis specularis”, fueron muy valorados en esa época. Desde la mina de Cuenca —una provincia española de la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha, con capital en la ciudad homónima de Cuenca— se extrajo ese mineral para todo el imperio.
El espejo, hay que decirlo, permite dos cosas: vernos a nosotros mismos y ver hacia afuera. Y eso es justamente lo que hemos intentando los seres humanos con la inteligencia. En ese sentido hemos especulado —mirado hacia adentro y hacia afuera— sobre la eternidad. Pero a lo que quiero llegar en este punto es que la prueba más contundente que tenemos por ahora de la eternidad es “la memoria”.
Con la inteligencia, los seres humanos podemos editar la realidad —a pesar de que el tiempo es lineal— y con la memoria, podemos guardarla. Y eso es justamente lo que hicimos, el maestro José Luis Martínez Morales y el que esto escribe en El Colegio de Veracruz este sábado, al recordar el 30 aniversario luctuoso del maestro Librado Basilio Juárez, quien sigue vivo, no sólo en la memoria de la familia, también en la memoria colectiva de Xalapa en donde promovió la cultura, la educación humanista, el arte, la filosofía y la poesía.
La eternidad existe en la memoria. Es la única prueba que tenemos por ahora. Y hay seres humanos —como el maestro Librado Basilio Juárez—, que como decía Maritain, han tenido alas en vez de brazos. Esos siguen volando entre nosotros y los recordamos en toda su esencia.
Fue mi maestro y lo mismo nos hablaba de la importancia de leer la “Ética a Nicómaco”, de Aristóteles, para entender que la virtud produce felicidad que “Humanismo integral”, de Jacques Maritain. El autor francés fue mi faro por algunos años, sobre todo con aquella idea de que “el hombre está llamado a algo mejor que una vida puramente humana”.
Si algo me enseñó, en esa época, además de las clases de latín, el maestro Librado Basilio Juárez, fue a reconocer la importancia del humanismo. El humanismo, me ha parecido hasta hoy, una postura universal, más allá de ideologías, religiones y políticas, todas ellas legítimas también en la práctica personal de cada ser humano. Hoy lo recuerdo con cariño a 30 años de su partida.