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En un acto que marca el cierre definitivo de una era de sufrimiento y negligencia, las autoridades estatales de Chihuahua han sellado las puertas de una mina abandonada que durante años se convirtió en el epicentro de horrores indescriptibles, donde decenas de almas perdidas encontraron su fin en las profundidades olvidadas, dejando un legado de dolor que clama por justicia y memoria en esta región minera marcada por el abandono.

La clausura llegó tras una meticulosa investigación impulsada por denuncias de familiares y activistas locales, revelando cómo la explotación irregular de recursos minerales en el municipio de Santa Bárbara generó no solo colapsos estructurales mortales, sino también condiciones inhumanas que atraparon a trabajadores en un ciclo de esclavitud moderna, con turnos interminables y ventilación precaria que convertían cada jornada en una apuesta contra la muerte.

Equipos especializados de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT) y la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA), en coordinación con fuerzas de rescate estatales, ejecutaron el operativo de sellado bajo estrictos protocolos de seguridad, evacuando restos humanos y maquinaria oxidada que atestiguaban los desastres pasados, un proceso que duró días y que expuso grietas en la supervisión gubernamental sobre estas vetas olvidadas del desierto chihuahuense.

Expertos forenses confirmaron que al menos 42 cuerpos no identificados yacían sepultados en galerías colapsadas desde hace una década, víctimas de derrumbes provocados por la codicia de operadores clandestinos que ignoraron normas básicas de seguridad minera, un hallazgo que ha reavivado el clamor por indemnizaciones pendientes y reformas legislativas que impidan que la tierra, en su codicia por el metal, reclame más sacrificios humanos.

Mientras las excavadoras compactan el acceso principal con toneladas de concreto reforzado, las comunidades aledañas exhalan un suspiro colectivo de alivio mezclado con ira contenida, recordando cómo las sirenas de alarma fallidas y los socorros tardíos amplificaron el pánico en noches de tragedia, y cómo esta mina, apodada «el infierno», simbolizaba la brecha entre la riqueza extraída y la pobreza que deja atrás en familias destrozadas.

El gobernador de Chihuahua emitió un comunicado oficial reconociendo las fallas sistémicas y prometiendo un fondo de apoyo para las viudas y huérfanos, aunque escépticos locales dudan de su implementación, viendo en esta clausura no un final, sino el comienzo de una batalla legal por reparaciones que podría extenderse años, tejiendo un tapiz de resiliencia en medio del polvo y el duelo.

Con el eco de las piquetas silenciado para siempre, la región se encamina hacia un futuro donde la minería responsable no sea una utopía, sino una realidad que honre a los caídos, transformando el horror clausurado en lecciones grabadas en la roca eterna de la historia chihuahuense.