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Un rastro de cenizas y plomo marcó el amanecer en el remoto rancho La Chinaca, en el municipio de Nonoava, donde las autoridades de Chihuahua descubrieron los cuerpos sin vida de dos hombres —un padre y su hijo— acribillados a balazos y arrojados junto a una camioneta completamente calcinada, el vestigio de dos días de intensos reportes de enfrentamientos armados que han sumido a la región en un terror que cuestiona la efectividad de los operativos de seguridad anunciados por el gobierno estatal.
La escena del crimen, un paraje aislado en la sierra tarahumara donde el eco de las balas viaja más rápido que cualquier ayuda, reveló la identidad de las víctimas: Maclovio Arpiza Sáenz, de 42 años, y su hijo Ricardo Arpiza Caro, de solo 21 años, quienes aparentemente cayeron en medio de una disputa territorial entre facciones del crimen organizado que disputan el control de rutas clave para el tráfico de estupefacientes en el Triángulo Dorado. Peritos de la Fiscalía General del Estado (FGE) recolectaron casquillos de alto calibre dispersos alrededor del vehículo, una pick-up que fue incendiada para borrar evidencias, dejando un panorama de violencia que no perdona ni lazos familiares ni la inocencia de la juventud.
Este hallazgo no surgió de la nada: desde el martes, llamadas anónimas al 911 alertaban sobre tiroteos prolongados en las brechas boscosas de Nonoava, un foco rojo donde el narco extorsiona a comunidades indígenas y campesinos, convirtiendo ranchos pacíficos en zonas de guerra no declarada. Elementos de la Policía Estatal Única y la Guardia Nacional montaron un perímetro inmediato, pero el aislamiento geográfico —con caminos embarrados por lluvias recientes— retrasó el arribo, permitiendo que los responsables se evaporaran en la maleza, un patrón que ha cobrado cientos de vidas en Chihuahua este año y que expone las grietas en la estrategia de «cinturón de seguridad» prometida por las autoridades.
La doble ejecución de los Arpiza no es un caso aislado en una semana que ya suma 15 homicidios en la capital y más en la sierra, donde el plomo dicta sentencias sin juicio y las familias pagan el precio de un territorio disputado por carteles rivales. Mientras los cuerpos son trasladados a la morgue para autopsias que confirmen la causa de muerte —presumiblemente impactos múltiples en tórax y cabeza—, vecinos del rancho claman por presencia permanente de fuerzas federales, recordando que en Nonoava, la justicia llega tarde y el miedo se instala temprano, tejiendo un velo de silencio que solo se rompe con el crepitar de otro incendio narco.
Este crimen familiar destroza no solo hogares, sino la frágil esperanza de paz en una región donde el narco recluta a los jóvenes y castiga a quienes resisten, urgiendo una respuesta que vaya más allá de reportes y despliegues temporales. En Chihuahua, donde la violencia rural se alimenta de impunidad y olvido, el hallazgo de estos dos ejecutados en su troca quemada es un grito ensordecedor por un escudo real que proteja a los suyos antes de que el fuego consuma lo último que queda.
