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Un rotundo portazo cerró la puerta a los rumores más jugosos: la masacre de cuatro hombres originarios de Durango, cuyos restos aparecieron en las profundidades de un antiguo tiro minero en Santa Eulalia, no guarda ni la más mínima conexión con el negocio de las populares “maquinitas”. La Fiscalía General del Estado salió al quite para desmentir cualquier vínculo entre el horror y las luces parpadeantes de los casinos clandestinos.
Carlos Mario Jiménez, el mandamás de la investigación en la Zona Centro, soltó la bomba informativa con total claridad: las primeras pesquisas desvían la mirada hacia motivos completamente distintos al oficio de los fallecidos. Aunque el funcionario mantuvo la cautela de no cerrar ninguna puerta, enfatizó que la instalación o comercialización de tragamonedas quedó fuera del radar criminal de manera definitiva.
El rescate de los cuerpos demandó una operación de alto riesgo, donde elementos estatales y federales se coordinaron para descender al abismo y extraer los restos en medio de un silencio sepulcral. Cada detalle del operativo se manejó con sigilo militar, pero la prioridad ahora es rastrear el hilo que conduzca a los autores intelectuales y materiales de tan macabro suceso.
Lejos de las apuestas y las monedas tintineantes, los investigadores ahora peinan forenses y criminólogos se enfocan en desentrañar móviles que podrían ir desde rencores personales hasta disputas territoriales. La comunidad de Santa Eulalia, aún conmocionada, respira aliviada al saber que su pasatiempo favorito no fue el detonante de la tragedia.
Mientras las excavaciones forenses avanzan, la Fiscalía promete no descansar hasta entregar justicia plena a las familias duranguenses. El caso, que estremeció a Chihuahua, recuerda que en el desierto las sombras pueden ser más largas y peligrosas que cualquier ruleta.







