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En las entrañas ardientes de Chihuahua, donde el desierto guarda secretos de plomo y traición, un amanecer sangriento tiñó de rojo las rejas del Centro de Reinserción Social (Cereso) número 1 de Ciudad Juárez, cuando una explosión ensordecedora rasgó la quietud como un rugido de venganza póstuma. Apenas horas después de que la Fiscalía General del Estado proclamara el desmantelamiento de una temida célula del Cártel de Sinaloa, con 15 integrantes capturados en una redada que irrumpió como tormenta en colonias periféricas, el penal se convirtió en epicentro de caos infernal. La detonación, atribuida a un dispositivo casero activado por reos leales a la facción abatida, no solo derribó portones y esparció escombros como confeti macabro, sino que liberó a una docena de presos de alta peligrosidad, transformando las calles polvorientas en laberinto de cacería humana. Este estallido no es mera revuelta carcelaria: es el contraataque visceral de un imperio narco que se niega a morir, recordando al mundo que en la frontera, cada victoria policial despierta demonios dormidos con más hambre de sangre.
El telón de esta tragedia se abrió en la medianoche del domingo, cuando un convoy blindado de la Guardia Nacional y la policía estatal irrumpió en el barrio de Anapra, capturando a los líderes de la «Banda del Jaguar», una pandilla responsable de extorsiones que ahogaban a transportistas y ejecuciones que salpicaban titulares con nombres de inocentes. Entre los detenidos, figuras como «El Tigre» López, un verdugo con historial de 12 homicidios, y su lugarteniente, apodado «La Sombra», quien orquestaba envíos de fentanilo desde laboratorios clandestinos en las sierras. Armas automáticas, cargamentos de metanfetaminas valorados en millones y libretas cifradas que detallaban deudas de «piso» fueron el trofeo de la operación, un golpe que la fiscalía tildó de «devastador» para las redes criminales que fragmentan la entidad. Pero mientras los agentes celebraban en informes preliminares, un teléfono oculto en las celdas del Cereso transmitió la orden fatal: «Hagan explotar el infierno». Minutos después, el estruendo sacudió la estructura centenaria, con llamas que lamieron torres de vigilancia y sirenas que aullaron en vano contra el pánico colectivo.
El caos se desató como un torrente: reos armados con machetes improvisados y pistolas contrabandeadas –herencia de corruptelas pasadas que aún carcomen el penal– derribaron barrotes retorcidos por la onda expansiva, liberando a sicarios vinculados al Cártel Jalisco Nueva Generación, rivales ancestrales de los caídos. Videos granulados capturados por celulares contrabandeados muestran







