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Pongamos todo en perspectiva // Carlos Villalobos
Es inevitable darse cuentra del arribo de la época decembrina, no solo porque el calendario lo indica, sino porque las calles se llenan de luces, las agendas se saturan y el algoritmo se encarga de recordarlo con puntual insistencia. Más allá de la fecha concreta, vale la pena preguntarse qué significa este periodo en un mundo que casi no se detiene. Porque mientras se invoca una tradición que habla de pausa, reunión y cuidado, la vida cotidiana empuja en sentido contrario hacia la prisa, el consumo y un ruido constante que no concede tregua.
La Nochebuena y la Navidad(y en general las fiestas decembrinas), desde su origen no son una celebración en sí misma, más bien su espíritu se encuentra en la espera. El instante previo a algo que estaba por llegar. Con el paso del tiempo, esa idea se ha ido diluyendo. Por tanto podemos ver que la celebración ya no se aproxima, busca a toda costa suceder, aunque esto implique que se adelante. Aparece semanas antes en los escaparates, se programa en campañas publicitarias y se desgasta antes de ocurrir. De acuerdo con datos recientes de la Federación Nacional de Minoristas en Estados Unidos, el 51 por ciento de las compras navideñas se realizan antes de diciembre, el rito se acelera hasta perder su borde.
Esa prisa también ha transformado la manera en que nos encontramos y para muestra un botón, de acuerdo con ell Estudio Convivencia Familiar en las mesas mexicanas, elaborado por Nestlé, señala que el 92 por ciento de las familias mexicanas utilizan al menos un dispositivo electrónico mientras comen. Justo ahí, en la mesa, el centro simbólico de las fiestas decembrinas, revelando una paradoja central de estas épocas; estamos juntos, pero no del todo. Compartimos el espacio, pero dividimos la atención.
Y es que no quiero sonar como el Grinch, porque no es que la Navidad haya perdido su sentido, más bien se ha fragmentado. Un poco de ritual, algo de nostalgia, cierta obligación social y mucho consumo. Zygmunt Bauman advertía que en las sociedades líquidas las tradiciones no desaparecen; se vuelven ligeras, fáciles de adoptar y, al mismo tiempo, fáciles de abandonar. Persisten, pero adaptadas a un mundo que no tolera la lentitud ni el silencio incómodo.
Aun así, pese al cansancio acumulado, los pendientes y las notificaciones que no descansan, este periodo sigue siendo uno de los pocos en los que muchas personas intentan detenerse, sentarse a la mesa, llamar a quien no está cerca o nombrar a quien falta. En un contexto global marcado por la incertidumbre, la crisis y la polarización, la época decembrina recuerda algo esencial, es crucial seguir teniendo espacios para reconocernos en el otro.
Tal vez por eso incomodan, porque obligan a mirar lo que se dejó pendiente durante el año. Las conversaciones que no ocurrieron, los silencios incómodos, las ausencias que pesan más
en estas fechas. Pero también ofrecen algo que se vuelve escaso el resto del tiempo, la posibilidad de estar sin urgencia.
Después, el mundo seguirá su curso habitual. Las agendas volverán a llenarse y el ruido recuperará su volumen, pero en medio del caos cotidiano, las fiestas decembrinas no prometen respuestas ni soluciones. Apenas ofrecen un espacio y a veces, con eso basta.
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