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Un nuevo informe internacional alerta que las víctimas por minas terrestres y artefactos sin detonar alcanzaron su nivel más alto en cuatro años. En 2024 —y extendiéndose hasta los datos recientes de 2025— se registraron miles de muertes y heridas, siendo hombres, mujeres y niños los afectados en su mayoría.
El uso intensificado de minas ha tenido impacto grave en regiones con conflictos activos, especialmente en zonas donde las guerras han recrudecido. Algunos países no han firmado tratados internacionales que prohíben este tipo de armamento, lo que facilita su uso indiscriminado.
La crisis no solo afecta a combatientes: la mayoría de las víctimas son civiles, muchas veces en situaciones de vulnerabilidad extrema, desplazados o sin acceso a ayuda humanitaria. Las consecuencias son duraderas: discapacidades, desplazamientos, trauma psicológico y comunidades destruidas.
Organismos de derechos humanos y defensores de desarme advierten que la combinación de conflicto, abandono institucional y falta de recursos para desminado multiplica el riesgo para población civil. Sin suficientes programas de limpieza y asistencia, el peligro permanece latente.
Además, varios países europeos anunciaron que están saliendo de convenios internacionales de prohibición de minas, alegando razones de seguridad, lo que ha sido recibido con preocupación por parte de la comunidad internacional. El debilitamiento de esos acuerdos podría reactivar el uso masivo de minas en zonas conflictivas.
La situación exige atención urgente: limpiar tierras, asistir a víctimas, proveer ayuda humanitaria y presionar diplomáticamente para reforzar leyes internacionales. Sin ello, muchas personas seguirán viviendo con el riesgo constante de una mina olvidada.
El aumento de estas víctimas demuestra que los conflictos no solo se libran con armas sofisticadas o drones; el sufrimiento continúa de forma silenciosa, mediante explosivos escondidos que siguen cobrando vidas años después de los combates.
Este fenómeno también complica la reconstrucción de territorios devastados: tierras agrícolas, pueblos evacuados y caminos destruidos no pueden volver a usarse mientras exista amenaza de minas. Las comunidades no pueden regresar ni desarrollar su vida con normalidad.
Para quienes sobreviven, las secuelas son profundas: muchos quedan con lesiones permanentes, otras pierden familiares, y casi todos viven con miedo constante. La recuperación es difícil, los apoyos escasos, y la esperanza distante.
El escenario global se vuelve más complejo: mientras la atención internacional se concentra en conflictos abiertos, la amenaza silenciosa de las minas sigue vigente. Muchos temen que, sin acciones globales, los daños se multipliquen en los próximos años.
