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Este lunes, el PRI detonó una bomba política de Camargo con la presencia de su dirigente estatal, Alejandro Domínguez, junto a la síndica municipal, quien ha sido el centro de una tormenta por su desempeño poco profesional. En una conferencia, anunciaron una denuncia que se interpondrá, pero el foco se desvió rápidamente hacia la crítica implícita a la funcionaria, quien parece confundir su rol de vigilancia y revisión con el de proponer y modificar políticas, algo ajeno a sus atribuciones. Influenciada por un grupito que la infla con ideas de poder, la síndica busca reflectores a toda costa, sirviendo de ariete para que otros avancen mientras ella absorbe los golpes. Domínguez, con énfasis y una disculpa previa, abrió declarando que «lo más fácil es decir que está loca», una frase que revela su percepción directa de la situación, lejos de elogiarla como una figura enfocada y estratégica.
Esta declaración llama la atención porque, en lugar de suavizar el panorama, el líder priista optó por una honestidad que podría interpretarse como un reconocimiento de los desaciertos de la síndica, notados de primera mano o a primera vista. En un contexto donde el PRI busca reposicionarse, este episodio subraya las tensiones internas y cómo el afán por el poder puede desvirtuar funciones clave en los municipios. Si bien la denuncia promete escalar el conflicto, lo que queda claro es que la síndica, empujada por aliados oportunistas, podría estar cavando su propia fosa política, mientras el partido observa con una mezcla de preocupación y distancia estratégica.
Eraclio Rodríguez, líder del Frente Nacional para el Rescate al Campo Mexicano, dejó claro este lunes que el campo está con los dedos en el gatillo: si Morena y aliados aprueban la nueva Ley de Aguas sin reconocer los pozos ganaderos, sin blindar el agua agrícola contra mineras e industriales, y sin mecanismos reales para recuperar y reinvertir en acuíferos, los productores volverán a tomar las carreteras. Tras reunirse con la senadora panista Kenia López, reconoció que el predictamen avanzó, pero advirtió que los 16 mil pozos ganaderos solo de Chihuahua —que operan dos o tres horas al día para abrevar ganado— deben ser legalizados, porque sin título no hay crédito, y sin crédito no hay vacas, y sin vacas la agricultura colapsada ya no sostiene a miles de familias rurales que hoy sobreviven gracias a la ganadería.
El ultimátum es concreto: lunes y martes son los últimos días para negociar reservas que frenen la entrega de agua agrícola a gigantes como Heineken o a mineras contaminantes. “La producción de alimentos es la paz del país y somos nosotros los que la garantizamos”, sentenció Rodríguez, recordando que desde hace ocho días todo el movimiento está en alerta máxima y listo para movilizarse a partir de este mismo martes si el dictamen sale sin esos candados. El campo no pide privilegios, pide sobrevivir; y si el Congreso ignora esa realidad, los tractores y los bloqueos serán la respuesta inevitable.
En el Municipio de Chihuahua hay puestos que parecen diseñados para la discreción absoluta… pero cobrados como si fueran de máxima exposición. Porque mientras algunos funcionarios viven felices en modalidad “suscriptor fantasma”, embolsándose ochenta mil pesos mensuales por aparecer únicamente cuando hay que responder críticas políticas, otros —más operativos, más cuerdos y definitivamente más profesionales— terminan sacando la cara por la administración sin recibir ni la mitad del reflector.
El ejemplo más reciente ocurrió ayer, cuando el municipio tuvo que aclarar el penoso episodio del supuesto aviso de bomba en el Starbucks del Edificio del Real. ¿Y quién salió a enfrentar la prensa, a poner orden y a explicar con calma lo que pasó? No, no fue la vocera oficial, Mariana de Lachica, quien sigue demostrando que su agenda es más selectiva que las citas del mismísimo Papa. Ella solo se materializa cuando hay que responder ataques políticos… porque, claro, hay que justificar el sueldo de algún modo.
Quien salió a dar la cara fue Ignacio Dávila Mora, coordinador de Comunicación Social, que se aventó una postura sobria, profesional y sin titubeos, catalogando el incidente como una “broma de mal gusto”. Y sí: lo hizo tan bien que uno se pregunta por qué no aparece más seguido. Porque si de comunicadores se trata, Dávila tiene más tino, más temple y más capacidad para apagar incendios que la propia vocera.
De hecho, más de uno en el Ayuntamiento comenta —a media voz, porque tampoco es cuestión de herir susceptibilidades… o tal vez sí— que Dávila sería una mucho mejor opción no solo para estar frente a la prensa, sino incluso para coordinar el Gabinete. Al final del día, es él quien sale cuando la cosa se prende, quien calma el desorden, quien aterriza la narrativa… y quien regresa a las sombras sin pedir aplausos. Un operador real, no un accesorio decorativo para las cámaras.
Mientras tanto, otros bultos institucionales siguen tomando los micrófonos como si fueran trofeos, aunque aportan menos que un folleto mal hecho. Porque en el Municipio abundan los funcionarios que florean en cámara, pero escasean los que trabajan.
La pregunta incómoda es inevitable:
¿De qué sirve tener una vocería que solo aparece para apagar fuegos políticos —y ni tan bien— cuando hay un funcionario que demuestra, cada vez que abre la boca, que sí sabe comunicar y sí entiende la responsabilidad del cargo?
En fin.
Uno trabaja.
La otra cobra.
Y el municipio, como siempre, paga los silencios caros y los talentos baratos.
El comisario de Seguridad Pública, Julio Salas, salió muy orgulloso a anunciar que noviembre cerró con 23 homicidios. Que porque la meta era “menos de 25”, pues prácticamente la libraron… de panzazo.
Sí, leyó bien: hoy la seguridad se mide como si fuera examen extraordinario de secundaria. “No llegamos al cinco, pero oye, tampoco reprobamos”. Caray, qué estándares tan aspiracionales maneja nuestro municipio.
Pero la realidad, como siempre, es menos dócil que el boletín oficial. Aunque las cifras cuadren para sonreír en conferencia, los homicidios se han registrado enfrente de sus narices, justo en zonas donde se supone que hay vigilancia constante y operativos permanentes. Ahí está el caso reciente en plena Tecnológico y Niños Héroes, corazón de la ciudad, donde el crimen demostró que no necesita permisos, ni horarios, ni zonas prohibidas para hacer de las suyas.
Mientras los ciudadanos sortean la violencia como quien cruza una calle sin semáforo, el discurso oficial presume que “se va bajando la incidencia”. Claro, siempre y cuando la meta se ajuste convenientemente para poder cantarla como logro.
Y esto sin mencionar lo que se viene en diciembre, un mes que por tradición —y por estadísticas— suele ser generoso en problemas: más movimiento, más conflicto, más riesgos… y una corporación que ya celebra porque “solo” tuvo 23 asesinatos en noviembre. Si eso es un éxito, más vale empezar a rezar para que diciembre no saque su propia versión del Grinch armado.
El control de seguridad debería medirse en calles tranquilas, zonas blindadas, delitos evitados y prevención real. No en si la cifra alcanzó o no alcanzó una meta acomodada para que suene bonito. Pero parece que en Chihuahua estamos entrando a una nueva normalidad: la seguridad de panzazo.
Lo preocupante es que, mientras las autoridades festejan números maquillados, los ciudadanos siguen viviendo la parte que no se presume en conferencia:
la inseguridad paseándose en plena luz del día, en pleno centro, y en pleno descaro.







