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En el epicentro de una Hidalgo del Parral asediada por balas y sombras que devoran la cotidianidad, el diputado federal por Movimiento Ciudadano, Alfredo “El Caballo” Lozoya, irrumpió este domingo 17 de noviembre con un bramido que retumbó desde los pasillos del Congreso hasta las plazas empedradas de la región sur de Chihuahua. Con el peso de un exalcalde que conoce las venas abiertas de su tierra natal, Lozoya no contuvo la furia ante el festín de violencia que ha convertido fines de semana en epitafios colectivos: “Es urgente recuperar la paz perdida en Parral, no podemos normalizar el miedo, el temor de las familias”, tronó, clavando sus palabras como dagas en el corazón de un gobierno que parece sordo al clamor de madres que velan por hijos bajo candados prematuros. Este llamado no surge de la retórica vacía, sino del horror fresco de masacres que dejan ocho cuerpos acribillados en hipódromos y callejones, un recordatorio sangriento de que la indiferencia oficial alimenta a los monstruos que acechan en las sierras, transformando un bastión histórico en un tablero de ajedrez mortal donde cada movimiento es un disparo al alma colectiva.
La mecha de esta exhortación desesperada se encendió en el fragor de un fin de semana que Parral no olvidará: el sábado, ráfagas implacables segaron siete vidas en el carril hípico Santa Teresa, epicentro de una emboscada que salpicó de plomo el polvo de carreras equinas, mientras un octavo caído yacía en la Puerta del Tiempo como reliquia de una ejecución solitaria. La Línea, ese tentáculo voraz del Cártel de Juárez, chocó contra Los Salgueiro de Sinaloa en una vendetta que ignora fronteras entre culpables e inocentes, dejando a Alejandro Antonio, Paul Yovani y otros seis nombres grabados en el luto de familias que ahora custodian velorios improvisados con velas temblorosas. Lozoya, con la cicatriz de haber gobernado esta urbe indómita, pintó el panorama con crudeza: comercios clausurados en pánico durante el Buen Fin, caravanas de evacuación hacia Jiménez y Santa Bárbara, y carreteras como la Parral-Jiménez convertidas en arterias de terror por narcobloqueos y robos que obligan a conductores a rezar antes de encender el motor. “El crimen organizado no solo mata cuerpos; asesina la esperanza de un pueblo que merece caminar sin mirar por encima del hombro”, martilló, evocando cómo disputas por fentanilo y amapolas han fracturado el Triángulo Dorado en un mosaico de tumbas abiertas.
Dirigiéndose no solo a los salones del poder en Chihuahua capital, sino a los tres niveles de gobierno –federal, estatal y municipal–, “El Caballo” Lozoya extendió un ultimátum envuelto en súplica: redoblen esfuerzos, implementen todas las acciones necesarias para blindar a las familias parralenses contra la hidra que extorsiona, secuestra y masacra. Desde su curul en San Lázaro, donde ha bregado por recursos para bachear carreteras que se convierten en trampas mortales, el legislador naranjista urgió un pacto inquebrantable: despliegue masivo de la Guardia Nacional, inteligencia compartida que desmantele células enraizadas, y programas que armonicen la vigilancia con el tejido social, evitando que la represión engendre más resentimientos. Recordó sus propios pasos en el abismo –como el bacheo personal de tramos en la vía Parral-Chihuahua, un gesto de manos callosas que contrasta con la parálisis burocrática–, y clamó por fondos federales que no se evaporen en promesas etéreas, sino que lleguen a patrullas blindadas y drones que escudriñen las colinas donde los narcos tejen sus nidos. “No más normalización del terror; Parral clama por un escudo que devuelva las noches de risas a sus plazas”, insistió, flanqueado por aliados como el coordinador estatal Francisco Sánchez Villegas, en un acto que renovó delegados naranjas juramentados a una agenda de resistencia ciudadana.
Pero esta batalla trasciende las trincheras partidistas: Lozoya, forjado en el fuego de campañas pasadas donde prometió tomar las riendas contra la violencia desde Juárez hasta Guadalupe y Calvo, sabe que el silencio de Morena y el PAN ha permitido que el mal prospere en las grietas de la impunidad. Invocó el fantasma de masacres previas, como la de la familia de Marisela Barrón en Maturina –cuatro vidas, incluidos dos menores, borradas en un carril de carreras–, para subrayar que el narco usa estos eventos como escenarios de terror selectivo, reclutando reclutas en bares y amenazando a jornaleros con deudas de “piso”. El diputado federal, con su historial de denuncias contra intimidaciones castrenses y corrupción que lo salpicaron en su alcaldía, se erigió como voz del pueblo harto: “Las autoridades deben actuar con la ferocidad que el enemigo no espera, o el miedo se convertirá en éxodo masivo, dejando a Parral como un pueblo fantasma”. Mientras el secretario de Seguridad Pública estatal, Gilberto Loya, promete gabinetes de vigilancia, Lozoya exige resultados tangibles: careos con capos, decomisos que duelan en las arcas criminales, y un fondo para víctimas que sane heridas más allá de los velorios.
En el ocaso de un Parral que se apaga bajo toques de queda voluntarios, el eco de “El Caballo” Lozoya resuena como un juramento profano: recuperar la paz no es opción, sino mandato imperioso ante un abismo que amenaza con engullir generaciones enteras. Este llamado, tejido en la fibra de un hombre que ha bregado con carreteras rotas y balas perdidas, invita a una cruzada donde la política deje de ser espectáculo y se torne en salvavidas colectivo. En las venas polvorientas de Chihuahua sur, donde el viento lleva susurros de venganza y anhelos de normalidad, late la posibilidad de un amanecer sin sirenas: que los tres gobiernos respondan con hechos, no con ecos vacíos, y que Parral, cuna de Pancho Villa, vuelva a galopar libre de cadenas narco. De lo contrario, el temor que hoy acecha se transformará en furia inextinguible, un galope de resistencia que nadie detendrá.
