Durante el último año, la región de Sinaloa ha sido escenario de una violenta pelea interna entre dos facciones del cártel de Sinaloa: “Los Chapitos” y el grupo de Ismael “El Mayo” Zambada. Esa confrontación ha transformado tanto lo social como lo territorial.
El conflicto inició tras la supuesta entrega de “El Mayo” a autoridades estadounidenses, lo que desató acusaciones entre las facciones y una ola de traición y desconfianza dentro del cártel.
Desde entonces los homicidios aumentaron más del 200%, y las desapariciones ya superan los 2,000 casos reportados en ese lapso. Ciudades como Mazatlán y Culiacán han sido muy afectadas.
Los enfrentamientos no solo han sido militares, sino que afectan a civiles: hospitales, comunidades rurales y urbanas están atrapadas en el fuego cruzado. Personas han tenido que desplazarse de sus hogares para salvar sus vidas.
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El gobierno ha respondido con mayor presencia militar, operativos focalizados y despliegue de seguridad, pero los habitantes dicen que aún no es suficiente para retornar a la calma.
Uno de los programas diseñado para apoyar a quienes han sido desplazados es “Sembrando Vida”, que da sustento a campesinos afectados. No obstante, muchas veces los apoyos llegan tarde o no cubren todas las necesidades.
Las historias de víctimas —como Heidy Mares, Rosalba Cruz y María Piña— reflejan el trauma, pérdidas de familiares y falta de certeza de justicia en muchas zonas rurales y comunidades marginadas.
Autoridades señalan que el flujo de armas, la corrupción interna y la complicidad en niveles locales han permitido que el conflicto persista con fuerza.
El impacto económico también es notable: comerciantes, pescadores y pequeños empresarios han visto reducidos sus ingresos, temen por su seguridad y tienen que modificar sus rutas, horarios o cerrar.
Mientras la violencia extrema siga, se vuelve urgente que haya tanto respuesta del Estado como recuperación social y psicológico para quienes han vivido estos años de horror.
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