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Una calurosa mañana del 3 de junio de 1990, la ciudad de Chihuahua vivió uno de los capítulos más violentos y vergonzosos de su historia penitenciaria. La tranquilidad dominguera fue acribillada por ráfagas de metralleta y gritos de horror: 32 reos armados hasta los dientes escapaban de la Penitenciaría Estatal, dejando a su paso tres custodios muertos, un caos sin precedentes y una sociedad entera paralizada por el miedo. Entre los fugados estaban José Antonio Parga Palafox, alias «El Parga», y su sombra obediente, «El Lobito», un dúo que convertiría su libertad en una ola de crímenes que marcaría a generaciones.

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El escape fue cinematográfico: los internos usaron armas Uzi y fusiles M2, abriendo fuego sin piedad mientras reventaban las puertas del penal. Desde el parque enfrente, los ciudadanos atónitos vieron cómo los presos corrían como hienas desatadas. Uno de ellos, “La Hiena de Arareco”, se arrepintió a mitad de banqueta y regresó a su celda… pero no El Parga, quien comenzaba su sangriento recorrido por la ciudad.

Con un fusil robado, recortado y escondido en su manga como si fuera un truco de ilusionista asesino, El Parga se convirtió en una máquina de muerte ambulante, mientras «El Lobito», sumiso y temeroso, lo seguía sin chistar, sabiendo que contrariar a su amo significaba acabar acribillado por su propia mano. Dicen que El Parga era letal, pero también descarado: su madre lo vio en la plaza frente a la iglesia de Las Granjas, leyendo el periódico donde ya lo catalogaban como una bestia suelta.

Pero el destino le tenía preparada su última escena. Chago Mayorga, comandante de la Policía Judicial del Estado, se le acercó como viejo conocido y sin dejarlo reaccionar, le disparó a quemarropa, dejando su cuerpo tatuado y sin gloria sobre la banca de la plaza. Los gritos de su madre rompieron el silencio: acusó al propio comandante de haberle enseñado a robar desde niño, afirmando que ese policía corrupto había creado al monstruo que después mató.

Y mientras todos se arremolinaban alrededor del cadáver, «El Lobito» desapareció como espectro entre la multitud, escondido debajo de un auto que arrancó sin saber que llevaba un cadáver ambulante adherido a los fierros. Malherido, cayó cuadras adelante. Se entregó poco después, pero su historia terminó con una larga condena… y una muerte silenciosa tras las rejas.

Esta no fue una fuga, fue una advertencia: cuando el sistema corrompe a los suyos, los monstruos no escapan, simplemente regresan a casa.

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