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Mi participación en esta columna semanal comienza con un merecido homenaje a mi Padre, un hombre que es vital para la investigación educativa en México y en América Latina. Un hombre cuya vida impacta a aquellas personas que lo conocieron. Sin embargo, a pesar de su valor humano y profesional, su fallecimiento en este año pasó mayormente desapercibido por entes académicos y públicos en Chihuahua a los que aportó y en donde se destacó. Esta situación parece replicar aquella máxima que versa: “Nadie es profeta en su propia tierra”.

 

Armando Loera, sigue siendo una institución que funge como una guía de comportamiento como ciudadano, como profesionista, y como persona. La vida de Armando fue un testimonio del ejercicio estoico de saber cómo enfrentar las adversidades. Desde su temprana infancia, tuvo que enfrentar complejas situaciones familiares y varias limitaciones materiales, las cuales moldearon el carácter fuerte y firme con el que siempre defendía sus principios.

La defensa de esos principios llevó a que Armando no fuera extraño a la represión, a la exclusión, y a la marginalización de las “autoridades” locales de Chihuahua. En más de una ocasión, Armando fue denostado y atacado a su persona. Sin embargo, estos intentos de trabas y obstáculos que los funcionarios públicos de Chihuahua y de algunas instituciones educativas le ponían, no impidió que mi padre consiguiera llegar a la Universidad de Harvard por medio de becas. A pesar de las considerables limitaciones económicas durante el doctorado, Armando salió adelante y egresó como Doctor de Educación.

La labor de Armando le permitió desplegar su enorme energía, sensibilidad, y creatividad en toda América Latina al contribuir en temas como gestión escolar, innovaciones pedagógicas, y capital social.

Según testimonios de profesores de la Universidad de Harvard como el profesor Noel McGinn, Fernando Reimers, y la profesora Martha Montero-Sieburth, Armando Loera siempre demostró “gran compromiso por avanzar las oportunidades educativas de los más necesitados, y su coraje con las estructuras que subyacen a diversas formas de desigualdad y a la pobreza (…), Armando hizo mucho para Chihuahua y para todo México. En un tiempo se pensaba que sería él Secretario de Educación porque entendía como nadie lo que necesitamos en nuestro país. Es muy importante que sea reconocido y que se dé a conocer su labor”.

A este clamor se le suman voces, desde instituciones internacionales como la UNESCO, el BID, y ministerios de gobierno de otras latitudes. La invisibilización del reconocimiento al trabajo de Armando en Chihuahua y en México demuestra a aquellos funcionarios con mentes pequeñas y egos grandes, que en muchas ocasiones se sentían ofendidas por la crítica siempre fundamentada que ofrecía sobre los sistemas educativos locales.

Dichos funcionarios con mentes pequeñas y egos grandes abundan actualmente y perpetúan el rancio estatus quo al retroalimentarse mutuamente su ignorancia y arrogancia. A Armando no le importaba el reconocimiento ni los reflectores, pero tampoco se podía quedar callado ni ante las injusticias sociales ni ante la posibilidad de mejorar el nivel de diálogo público. No obstante, este nivel de diálogo público todavía incomoda a funcionarios públicos o académicos, que se creen intocables desde sus privilegios. Uno de las enseñanzas más significativas que deja Armando es que cuestionarnos y cuestionar son de las prácticas sociales más saludables que podemos realizar, aunque duela.

Acabo esta columna con lo expuesto por Claudia Uribe, directora de la oficina regional de Educación de la UNESCO: “Armando Loera fue un grande de la educación, quien dedicó su vida a mejorar la educación de los niños más pobres y vulnerables de México y de América Latina”.

Sigamos el legado de Armando Loera Varela. Un hombre valiente que desde temprano supo, como lo expresan una variedad de corrientes filosóficas, que una vida bien vivida recae en aquella que procura la virtud, y no en búsqueda de riquezas superfluas, famas huecas, o poder efímero.

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